miércoles, 25 de julio de 2012

1. ¿PERO HUBO OTRA IZQUIERDA?

La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo  


Capítulo 1.



La crisis ya manifiesta de lo que se acostumbra a definir el sistema “taylorista-fordista” durará mucho tiempo entre avances y derrotas redefiniendo modelos de organización del trabajo humano que cada vez tienen un carácter menos definitivo (1). Pero, a partir de ahora, esta crisis parece destinada a abrir nuevas heridas y nuevas divisiones entre las organizaciones sociales y políticas que se inspiran en los diversos ideales de emancipación de las clases trabajadoras y en el interior de cada una de ellas.

Sobre todo, esta crisis coge una vez más con el pie cambiado a una gran parte de las fuerzas de izquierda en Italia y en Europa, pillándolas frecuentemente desarmadas dada la consciencia tardía (cuando la hubo) del inicio de dicha crisis  y de sus implicaciones sociales y políticas. Estas fuerzas no han ajustado las cuentas a la herencia de la cultura taylorista-fordista que llevan en sí mismas. Ni tampoco han tomado plenamente consciencia de la influencia que esta cultura ha tenido en las ideologías productivistas y redistributivas que, a lo largo de un siglo (incluso mediante la fuerte legitimación de los grandes ideólogos de la revolución socialista y del socialismo real) han dominado el pensamiento democrático y socialista en todo el mundo. 

Vuelve a emerger, con formas frecuentemente empobrecidas por el colapso de las ideologías milenaristas, de un lado, la contraposición histórica entre un maximalismo reivindicativo, instrumental y subalterno con relación a la primacía de la lucha política que tiene como objetivo, ante todo, la conquista –si no del poder estatal--   sí por lo menos del gobierno; y, de otro lado, un gradualismo redistributivo cada vez más condicionado por la restricción de los espacios existentes para una recolocación de los recursos frente a la crisis fiscal e institucional del welfare state, particularmente en su versión asistencialista, como es en el caso italiano. 

En suma, parece que se repite, en una versión casi caricaturesca, el conflicto que dividió a los reformistas de los revolucionarios a finales de la Primera guerra mundial. Y ello en un contexto político, económico y social en el que han cambiado profundamente (e incluso han desaparecido o colapsado) todos los referentes y todas las categorías culturales e ideológicas, que hace casi ochenta años, parecían legitimar aquella laceración de la izquierda europea.  

Hoy como ayer, esta izquierda parece que está condenada a sufrir, retomando una expresión de Gramsci,  una segunda “revolución pasiva”: la que nacerá del profundo malestar que afecta al mundo de las empresas y a las organizaciones del Estado y a la sociedad civil en su larga marcha hacia el postfordismo. Y, a la inversa, aquella revolución pasiva que se deriva de la dificultad orgánica de gran parte de la izquierda occidental de comprender, antes del alcance de su crisis,  la naturaleza y las implicaciones de un sistema de cultura y de ideologías que hasta ahora ha permeabilizado el modo de trabajar y producir en todas las sociedades industriales del mundo, ya fueran capitalistas o “socialistas”.  También con la dificultad histórica de definir una estrategia de tutela de los trabajadores subordinados, capaz de reflejar, incluso en las formas y en los objetivos del conflicto social, los nuevos imperativos de la reconquista del saber, de autonomía y de poder, vueltos a proponer tras una “larga noche”, también por la crisis de la organización científica del trabajo y sus modelos de gestión de la empresa y la sociedad. 

Sin embargo, por lo general esta crisis se recondujo esencialmente por el efecto “revelador” y por las repercusiones devastadoras del colapso de los regímenes del “socialismo real”. Dicho colapso marcó un giro en el desgaste de los antiguos pilares de las diversas ideologías del socialismo y del reformismo radical como, por ejemplo, la propiedad pública de los “medios de producción” o la expansión ilimitada de un Estado social centralizado y de los procesos redistributivos que garantizaba. Pero la literatura y el debate político de la “izquierda” tendieron formalmente a infravalorar los factores que, muchos años antes de la caída del Muro de Berlín, pusieron en evidencia una creciente dificultad de los movimientos socialistas y de los sindicatos a la hora de interpretar las profundas transformaciones de los sistemas de producción y de organización de la sociedad civil a los que hemos hecho referencia. Y, sobre todo, su dificultad para prever una estrategia que fuera capaz de ofrecer objetivos y soluciones no contingentes (y no puramente defensivos) a dichas transformaciones. 

De hecho, el inicio de esta crisis está probablemente situado en la fase que coincide con el agotamiento de los primeros treinta años de crecimiento casi ininterrumpido de la producción y las rentas en los países industrializados (los trente glorieuses, como dicen los franceses) y con el surgimiento de los crecientes límites del modelo fordista y de las formas tayloristas de organización del trabajo ante la irrupción de las nuevas tecnologías flexibles de la información y un proceso acelerado de mundialización de los mercados. Es en este periodo cuando en realidad se determinan incesantes cambios de los mercados laborales (no debidos solamente al aumento de un desempleo estructural de masas) y de la composición social de las clases trabajadoras. 

Sin embargo, con estas observaciones pretendo referirme sobre todo a la que llamaré la “izquierda que ha triunfado” (sinistra vincente). Y a aquellas culturas de la izquierda que, al menos hasta hoy, han acabado prevaleciendo, ya sea en las batallas ideológicas que han atravesado el movimiento obrero desde su nacimiento, ya sea en la dirección efectiva de los partidos socialistas y comunistas; o bien,   en la gestión o en el condicionamiento del conflicto social. Es decir, me refiero a esa parte de la izquierda que ha conseguido, al menos en última instancia, hegemonizar, de vez en cuando,  con sus propias ideologías y opciones políticas, todas las orientaciones dominantes en las luchas sociales y políticas del mundo del trabajo.  

Desde los albores del movimiento socialista –y antes en cierto sentido--  siempre existió “otra alma” de la izquierda. Cierto, se trataba de una “izquierda” que nunca se expresó de manera acabada.    Se trata de otra “alma” que se expresó de manera repetida a través del testimonio, a menudo fragmentario y disperso (y liquidado por una historia escrita por los vencedores), de una búsqueda y una tensión, de vez en cuando más presente en una orientación política  que en otras. Y en todos esos casos se ha tratado, a fin de cuentas, de tendencias que, salvo breves paréntesis, han sido minoritarias y fracasaron. 

Naturalmente, esta “otra alma” de la izquierda también está afectada  en estos años por la  crisis de identidad que atraviesa todas las corrientes culturales y políticas de la izquierda. Pero, tal vez, es portadora de valores e instancias que pueden sobrevivir a los de la izquierda que hasta ahora ha triunfado.

De hecho, se trata de un alma de la izquierda occidental (en ella intentaremos encontrar algunos rasgos en estos ensayos) que, incluso cuando ha asumido formas extremas y objetivos radicales, voluntaristas o utópicos, frente a la consolidación y extensión de la hegemonía taylorista-fordista en las sociedades industriales, se  caracterizó siempre como la expresión –incluso antes que una exigencia de equidad social y de un proyecto redistributivo de los recursos disponibles— por una demanda de libertad, de socialización de los poderes y los conocimientos, ante todo en el centro de producción. Y como la expresión de una “cultura de los derechos”, orientada en primer lugar a la tutela de los trabajadores subordinados, pero siempre a partir de la persona concreta que trabaja y de la modificación de una relación social basada en la restricción y en la total heterodeterminación del trabajo.

De hecho, esta “izquierda diversa” parece dar testimonio de la supervivencia –en términos filosóficos, políticos y sociales— de una antigua e irreductible contradicción que atraviesa, primero, el pensamiento democrático y, después, el pensamiento socialista desde sus orígenes. Y que aparece, viva e irresuelta, incluso en la búsqueda de los grandes teóricos del socialismo, empezando por Karl Marx: la contradicción que resurge siempre, de un lado, entre el reconocimiento del papel emancipador de los derechos políticos y civiles universales (aunque legitimados, en primer lugar, sólo formalmente); y, por otro lado, la crítica demoledora del carácter mistificador de tales derechos (solamente “proclamados” en una sociedad basada en la desigualdad económica y social) que conduce a afirmar la necesidad prioritaria de crear –mediante la abolición de las causas y efectos de las desigualdades reales--  las condiciones históricas del ejercicio de estos derechos. O, dicho en otros términos, la contradicción entre la primacía de la igualdad, ante todo formal, de los ciudadanos, como titulares de los derechos universales, y la igualdad de oportunidades para ejercerlos y la primacía, sin embargo, de la igualdad de los resultados; o sea, de una producción y una distribución de los recursos que, en todo caso, garanticen un mínimo de igualdad real en el disfrute de tales recursos, independientemente del ejercicio efectivo de los derechos “formales” de una parte de los individuos.

Esta contradicción, que se expresará en fases recurrentes en la experiencia concreta de los movimientos reformadores (mediante ásperos y lacerantes conflictos políticos entre los diversos partidos y asociaciones, e incluso en el interior de cada uno de ellos) estaba destinada, por otra parte, a implicar concepciones, ideologías y “categorías” culturales de dimensiones más generales.  Igual que el significado y las implicaciones (incluso en términos de recursos necesarios para su explicación) de las libertades y de la autorrealización posible de la persona, ante todo en su trabajo y en su vida activa, en oposición a la búsqueda prioritaria de los medios para conseguir una felicidad “necesaria” de la persona, o para asegurar  su vocación o predeterminación histórica, en el momento en que la persona se identifica con una clase o con una “masa”, en su quehacer  colectivo, capaz de dar “sentido” a su actuación cotidiana y transcenderla. Esta contradicción acabó, de hecho, identificándose con el conflicto político y social que siempre contrapuso a quienes consideraban prioritaria e ineludible la cuestión de la transformación de la sociedad civil y de sus formas de organización (incluso como legítima condición a una candidatura al gobierno y a la reforma de las instituciones estatales) y a cuantos, no obstante, asumieron la cuestión del Estado (la atribución de poderes casi ilimitados en contraposición a los individuos), de su conquista y transformación (como condición, subyacente entre sí, para introducir cualquier cambio estructural en la sociedad civil) como cosa central y preliminar de toda teoría y práctica de la transformación social.

También esta contradicción se orientó a expresarse en concepciones de la “política” y de lo “político” radicalmente divergentes entre sí;  en el papel y la autonomía recíproca de los movimientos sociales y políticos que operan para cambiar las condición civil y política del trabajador subordinado; en las relaciones que pueden o deben existir entre ellos, en la sociedad civil y en los sistemas institucionales; en el rol, la organización, la vigencia y la funcionalidad misma de los partidos con respecto a objetivos históricamente determinados; en la relación entre partidos (o el partido “predestinado” a la unificación o a la absorción de las diversas formaciones partidarias de la clase trabajadora) y los sindicatos; en la relación entre partidos, sindicatos y otras formas de asociación voluntaria orientada a la consecución de un objetivo específico tanto social como político; entre la primacía sobre las otras de una de estas, diversas y cambiantes, formas de organización de la sociedad civil; entre la posibilidad (o no) de poner límites, distintos de aquellos que venían dictados por las reglas de una democracia consumada, en el actuar de cada una de estas organizaciones; y en la posibilidad de definir una división de las tareas o una relación de subalternidad entre ellas.

De hecho, este es el hilo rojo que recorre este malestar y los diversos conflictos que han dividido, frecuentemente de manera dramática, a partidos y sindicatos en el transcurso de los dos siglos desde el inicio de la Revolución francesa. Este hilo rojo se sumerge en la maraña de instancias y momentos conflictivos de los grandes objetivos inseparablemente proclamados por aquella revolución: libertad, igualdad y fraternidad. Y quizá por esta razón --a diferencia de la perentoria afirmación de algunos historiadores franceses, obnubilados por un furor ideológico antisocialista--  se puede pensar que la “Revolución francesa todavía no ha concluido”.  

Se trata de una hipótesis  similar que procuraremos verificar en esta investigación. No ciertamente con la intención de demostrar con certeza que las razones de una izquierda libertaria que, hasta ahora, ha resultado perdedora, ni tampoco para reconstruir artificiosamente su continuidad orgánica o una rigurosa coherencia. Sino para reencontrar testimonios, rasgos y señales, afines entre ellos a una tensión y una búsqueda. Y sobre todo de una contradicción y una fatiga del pensamiento democrático que tiene raíces lejanas que no han sido superadas.

Porque si estas huellas probaran la posibilidad de encarar la cuestión, a nuestro juicio cada vez más actual, de la liberación del trabajador subordinado de los contenidos más opresivos de su relación con la empresa, con la organización de la sociedad civil y con el Estado mediante otros objetivos, otras prioridades y otros instrumentos con respecto a los que han acabado prevaleciendo, desde hace dos siglos, en el conflicto social, entonces habría valido la pena si esta otra izquierda –hasta ahora minoritaria y derrotada— nos pueda dar con sus intentos y esperanzas (también con sus fallos) algunas indicaciones fuertes para encarar los desafíos de hoy; y algún vislumbre para sacar a la izquierda occidental del profundo agujero de su crisis de identidad, como por sus intentos ansiosos y frecuentemente transformadores para liberarse, paso a paso, de sus complejas y contradictorias herencias históricas.                              



(1) Con este esquemático término no intentamos agrupar en un solo aparato conceptual el trabajo de Frederick W. Taylor, de sus continuadores y apologistas con la ideología que Henry Ford supo dibujar en el curso de su gran aventura como capitán de industria.

Que se trate de modelos de organización de la producción ampliamente complementarios (el fordismo nace del taylorismo, por así decirlo), pero está demostrado que son distintos, ya que en la fase actual de crisis (irreversible) del modelo fordista emerge una singular capacidad de “resistencia” de las formas de organización jerárquica del trabajo heredadas de los principios de la “organización científica del management”, elaborados por Taylor. A grandes rasgos se pueden sintetizar como sigue:

a) Estudio de los movimientos del trabajador mediante su descomposición para seleccionar aquellos que son “útiles”, suprimiendo los “inútiles” aunque sean instintivos para reconstruir la “la cantidad de trabajo veloz que se le puede exigir a un obrero para que siga manteniendo su ritmo durante muchos años sin ser molestado” (Este análisis de los movimientos y su cronometraje fueron incluso más eficaces en el método cinematográfico de Frank G. Gilbreth);

b) Concentración de todos los elementos del conocimiento (del saber hacer), que en el pasado estaban en manos de los obreros, en el management que “deberá clasificar estas informaciones, sintetizarlas y sacar de estos conocimientos las reglas, las leyes y las fórmulas”;

c) Apropiación de todo el trabajo intelectual al departamento de producción para concentrarlo en los despachos de planificación y organización; con la separación  radical (“funcional”) entre la concepción, el proyecto y la ejecución; entre el thinking departament y la tarea ejecutiva e individual del trabajador que está aislado de todo el grupo o bien está en un colectivo. (Taylor repetía a sus obreros de la Midvale en 1980: “No se os pide que penséis, para ello pagamos a otras personas);

d)  Predisposición minuciosa, por parte del manegement, del trabajo a desarrollar y de sus reglas para facilitar su ejecución. Las instituciones predispuestas del management deben sustituir totalmente el “saber hacer” del trabajador y especificar no solamente qué es lo que debe hacerse sino “de qué manera hay que hacerlo en un tiempo precisado para hacerlo”. Véase entre tantas fuentes, además de los escritos de Taylor (La organización científica del trabajo), Georges Friedmann (La crisis del progresso, Guarini e Associati, Milano 1994) e Problemi umani del macchinismo industriale, Einaudi, Torino 1971) y Harry Braverman (Travail et capitalismo monopoliste, Maspero, París 1976).                 

  

martes, 24 de julio de 2012

2. LA CRISIS DE LAS SOCIEDADES DE MANAGEMENT YEL FINAL DE LAS VIEJAS CERTEZAS

Capítulo 2. La crisis de las sociedades del management y el final de las viejas certezas


¿Cuáles son los desafíos de hoy? En primer lugar son los retos que vienen de los efectos simultáneos del ordenamiento de los mercados, de los sistemas de empresa,  de la división técnica del trabajo y de los roles determinados por la rápida difusión y la incesante innovación de las técnicas productivas y organizativas, basadas en la transmisión de los mensajes e informaciones y la mundialización de todos los intercambios.

Estas tecnologías, y bajo el impulso de su utilización las nuevas formas que asumen los procesos de decisión en todos los campos de la actividad humana, han conferido características y potencialidades absolutamente inéditas en la progresiva internacionalización de los mercados y los movimientos de las mercancías, los servicios, los capitales y las decisiones de los propietarios.  La mundialización de los mercados, que se entrelaza con el diseño de nuevas articulaciones en el interior de las grandes áreas regionales en continua expansión, permite cada vez más –gracias a las tecnologías de la informática y las telecomunicaciones-- transferir en tiempos rapidísimos no sólo mercancías, servicios y capitales sino también innovaciones con unos costes tendencialmente decrecientes; y, sobre todo, informaciones sobre las posibles actividades de los mercados concretos y su reactividad, sobre la evolución de la investigación y del proyecto, sobre la dinámica de los procesos de organización de las empresas y del trabajo. La mundialización de los mercados elimina barreras físicas y políticas, poniendo en cuestión los monopolios nacionales y los monopolios tecnológicos, también  la autonomía decisional de las propias empresas y la soberanía de los estados  en muchos campos de la vida económica revelando brutalmente el origen de la llamada economía de mercado (2).

Las mismas concentraciones empresariales de dimensiones multinacionales acaban registrando, en su interior y en este nuevo contexto, nuevas dislocaciones de los procesos decisionales, acentuándose la complejidad y la articulación de su presencia en los mercados. Con el robustecimiento de las participaciones financieras, de las joint venture, de los intercambios de las patentes, las viejas líneas de las multinacionales tienden a convertirse, cada vez menos, en terminales ciegas y puramente ejecutivas. Se multiplican, a escala mundial, los centros de investigación, innovación y decisión; y el poder, un tiempo absoluto, de las “centrales metropolitanas” que constituían el “corazón” de las multinacionales, tiende así a diluirse en parcelas, suministros, contratos, articulaciones autónomas que están diseminados a escala mundial. Los centros de control de los recursos financieros deben necesariamente pactar  con todos ellos (3).

En este nuevo contexto, el factor relativamente menos móvil, a diferencia de como aparecía en los pasados decenios y en el anterior siglo, es el factor humano, la “mercancía que piensa”, la persona y su trabajo. Lo es por motivos de orden cultural: lo accesorio a las propias raíces y al ambiente familiar, la dependencia de una lengua, de una determinada cultura básica y los traumas del desarraigo cuando se convierten en definitivos.

La riqueza se mantuvo bajo el control de las naciones, pero ahora tiende a convertirse, cada vez más, en el “trabajo de las naciones”, tal como sostiene Robert Reicht. Y al mismo tiempo, la cualidad del trabajo, en su más amplia acepción, que proporciona el pueblo, la capacidad de los trabajadores y los mánagers para aprender, “innovar”, resolver problemas, organizar y decidir, se convierten, cada vez más, en los principales recursos sobre los que todavía puede influir la acción responsable de las colectividades nacionales (4).

Por otra parte, en un sistema competitivo, las potencialidades y el uso óptimo de las tecnologías basadas en la informática imponen el uso flexible y cambiante, adaptándolas a las modulaciones y a los cambios (incluso repentinos) de la demanda, a su vez inducidos por la cambiante naturaleza de la oferta. Se trata del ocaso de la producción estandarizada en serie sobre la que creció la ideología fordista (5). La legendaria y displicente divisa de Henry Ford “el consumidor podrá comprar un Ford Modelo T de cualquier color que quiera,
siempre y cuando sea negro
” es ya una reliquia, algo que ha fracasado.

Sin embargo, para usar todas las potencialidades, en incesante cambio, de las tecnologías --basadas en la informática y en la densidad de las redes telemáticas, en un mercado que, sobre todo con la difusión de la innovación  tiende a alcanzar una dimensión mundial-- es necesario disponer de la aportación del trabajo humano, incluso en sus formas más ejecutoras y subalternas, y una división funcional de tal trabajo, cualitativamente diferente de los que prevalecieron en la gran fábrica, basada en el trabajo parcelado y una producción en serie estandarizada. Un trabajo dotado de capacidades polivalentes, capaz de expresarse libremente y enriquecer un “saber hacer” (y su correspondiente “cómo hacerlo”) que pueda adaptarse a las mutaciones y a los imprevistos, y sobre todo a “resolver problemas”. No es sólo una mercancía que piensa, sino una mercancía que debe pensar. Son estas las connotaciones  de un trabajo investido de una responsabilidad para garantizar la cualidad de la producción y el gobierno de la flexibilidad. Y son estos los factores, hasta ahora en manos de una jerarquía centralizada que ha detentado el monopolio del saber, orientados a definir la cualidad y la profesionalidad del trabajo humano (6).    

De hecho, parece que se hace realidad, sólo en las condiciones creadas por la revolución informática y por la crisis de la organización taylorista del trabajo, la famosa intuición profética de Marx: “Pero si ahora la variación del trabajo se impone sólo como prepotente ley natural y con el efecto ciegamente destructivo de una ley natural que encuentra obstáculos por doquier, la gran industria con sus mismas catástrofes hace que el reconocimiento de las variaciones de los trabajos y de la mayor versatilidad posible del obrero, como ley social general de la producción y adaptación de las circunstancias a la actuación normal de dicha ley, se conviertan en una cuestión de vida o muerte” (7).  

La competencia entre las empresas se mueve, cada vez más por estas razones, en las férreas conexiones del pasado entre cantidad producida y precio hacia el rendimiento del requisito básico de la cualidad del producto, de la cualidad del trabajo que está contenido en él y de la cualidad de los servicios que facilitan su uso.

No obstante, un trabajo capaz de expresar y aumentar mediante el conocimiento y la experiencia su propio “saber hacer”  y su concreto “cómo hacer” es impensable, tanto en las tareas llamadas ejecutoras como en las funciones manageriales sin infringir los dos postulados de la llama “organización científica del trabajo (8): la rígida división técnica de las tareas y de las funciones construida en su extrema parcelización (de hecho no es posible decidir sobre cómo asegurar la máxima cualidad de un producto o servicio sin interferir otras funciones u otros centros de decisión ya se trate de las políticas de mercado o de la proyectación y manutención de un producto, un proceso y de la misma tecnología); y la rígida división jerárquica del trabajo con la requisición de los saberes y de autonomía decisional como obra de los vértices manageriales.  

Así, comenzando por la fábrica mecanizada y automatizada, con la revolución informática y la mundialización de los mercados, la división técnica del trabajo y de las funciones, instaurada por el taylorismo, se contrapone al imperativo competitivo de utilizar todas las que ofrecen las nuevas tecnologías y las que están latentes en el trabajo humano que el uso de tales tecnologías exige como una “cuestión de vida o muerte”. La crisis de la “dirección científica del trabajo”, que ya se dibujaba en Italia a finales de los años sesenta (con el crecimiento del nivel de escolaridad de las nuevas generaciones obreras y con la resistencia cada vez más consistente de media y alta cualificación a la expropiación, por parte de la dirección del management, de sus recursos profesionales y su saber hacer), registra un salto cualitativo, imponiendo a las direcciones de las empresas –y no sólo a los mánagers ilustrados— una nueva forma de pensar los sistemas organizativos y jerárquicos, los modelos de formación profesional y de los mismos procedimientos que gestionan los circuitos informativos, con la “concesión”  formal o de hecho de nuevos espacios de decisión a los trabajadores dependientes y la creación de nuevas sedes interprofesionales e interfuncionales de control, concertación y decisión.

Se inicia, de esta manera, un proceso a menudo caótico y errático de reorganización del trabajo que, partiendo de la industria, parece destinado a cambiar, andando el tiempo, todos los centros de producción de bienes y servicios, todos los lugares donde se presta un trabajo subordinado.  

Se trata, sin embargo, de un proceso inevitablemente marcado por impulsos contradictorios que previenen de la exigencia de superar las segmentaciones y las escalas jerárquicas del taylorismo y de las resistencias de las mismas estructuras del management de ceder espacios de decisión y, sobretodo, para superar idiotismos de oficio, culturas profesionales y prerrogativas que, hasta la presente, han concurrido en el devenir de su identidad (9). Los intentos más conocidos de las estructuras manageriales, ya sometidos a discusión por otros experimentos, de escaparse de la organización taylorista-fordista están ahí: es el caso del llamado “toyotismo”. Con   intención de salvaguardar, mediante una división técnica del trabajo de ejecución más elástica y con una estructura jerárquica más ligera y descentralizada, un poder discrecional (casi absoluto) del manager para determinar la cantidad y cualidad de las informaciones que hay que erogar a los trabajadores, los espacios decisionales que hay que concederles, el número de sujetos involucrados por tales “concesiones”; consolidando, así, una fractura entre un área de “management ampliado” y la gran masa de trabajadores (10). 

Por un lado, la relevante inversión que comportan, no sólo para la colectividad sino para la empresa, la formación profesional y una puesta al día de la polivalencia a lo largo de todo el curso de la vida laboral, tal como exigiría una organización del trabajo basada en la transversalidad de las decisiones y en la pluralidad de las destrezas, tiende a ser marginado o infravalorado por las estrategias del management: ya sea  porque se basa en la inversión de un elevado coste inmediato y con un rendimiento diferido en el tiempo; ya sea porque su “amortización” presupone la salvaguarda de la continuidad de la relación de trabajo, al menos por la duración del proyecto en el que está implicado el trabajador y el mantenimiento, aunque sea en formas cambiantes, de los niveles de empleo incluso en las fases de recesión. Lo que choca contra la filosofía liberal de un management, a menudo anclado en el axioma de la flexibilidad “coyuntural” de la ocupación y la precarización del empleo y al dogma taylorista de la absoluta fungibilidad de las diversas prestaciones laborales (el trabajo “abstracto”), entendido como condición e instrumento de dominio y condicionamiento del trabajador.

Esta contradicción creciente entre la tendencia, inducida por el uso de las tecnologías informatizadas, a aumentar los requisitos profesionales de las prestaciones del trabajo –en términos de control de la calidad del producto o en términos de competentes capacidades de decisión e intervención en las situaciones cada vez más numerosas que deben ser corregidas o variar el flujo productivo o suplir las imperfecciones de las máquinas (o de su programación) y el aumento de la inseguridad en la duración de la relación de trabajo, también ahora en el modelo japonés del empleo de “por vida” para una minoría de trabajadores— acentúa la resistencia motivada  entre los mismos trabajadores a la hora de afrontar el trauma que se deriva de un cambio radical de su modo de trabajar y el coste, incluso psicológico, de tener que reemprender, en edad madura, una nueva experiencia de carácter formativo. 

Esta profunda e inédita contradicción que emerge en todas las formas de organización del trabajo, obligadas como están a ajustar las cuentas con la crisis del sistema taylorista y con la gradual superación del modelo fordista de producción estandarizada, abre ciertamente un espacio nuevo a la iniciativa de los trabajadores organizados, también en el campo de la negociación colectiva  una mayor autonomía de decisión  en la prestación laboral y un poder de codeterminación tanto en los objetivos cuantitativos y cualitativos a conseguir en el proceso productivo como en los instrumentos que deben activarse para realizar similares objetivos, comenzando por la organización del trabajo y los sistemas horarios 

Sin embargo, hay que recelar, también en este caso, de toda forma de determinismo. Los espacios de iniciativa y libertad, que podrían crearse frente al imperativo de las empresas de tener en cuenta una cierta valoración del trabajo humano y de su responsabilidad en el proceso productivo, no nacen y no nacerán nunca de manera espontánea. Incluso, en ausencia de una coherente y calibrada iniciativa sindical capaz de conquistar un consenso duradero entre trabajadores interesados sobre objetivos creíbles, y sin una intervención pública capaz de promover –incluso con recursos de la propia colectividad--  la experimentación de diversas formas, negociadas, de organización del trabajo, es muy probable que la mayoría de las empresas, confrontada con la contradicción que hemos referido, intente hacerle frente acentuando y no atenuando los rasgos autoritarios de la fábrica taylorista.  La reacción espontánea de muchas empresas a la crisis del sistema taylorista será, de hecho, la de construir o consolidar una relación directa de autoridad con el trabajador individualmente, seleccionando algunas minorías intentando cooptarlas en una especie de staff dirigente ampliado”, expulsando al sindicato de la nueva regulación de la relación de trabajo con la idea de salvaguardar la integridad y discrecionalidad del poder de las estructuras de management. De ello hay muchos ejemplos concretos en Europa y los Estados Unidos.   

Incluso el temor a la apertura de estos espacios potenciales de autonomía y “autogobierno” del trabajo subordinado, que incide inmediatamente en la división de los poderes y en la estructura jerárquica de la empresa, puede llevar al manager a anticiparse, radicalizando  su poder de coerción sobre el trabajador. Ya sea expulsando al sindicato de los centros de trabajo, como lo demuestran ahora en los Estados Unidos muchas non union shops, incluso empresas empeñadas en la innovación organizativa para superar los límites macroscópicos del taylorismo; o bien promoviendo la transformación del sindicato, legitimado en la empresa, en un dócil intermediario de las decisiones inmodificables del management tal como ha ocurrido en muchas empresas japonesas. O también, como en el caso italiano, multiplicando los obstáculos de la negociación descentralizada de las condiciones del trabajo contraponiéndolo a la centralización de la negociación colectiva. E, incluso, contrastando la negociación de cuotas de salario ligadas a la consecución de objetivos de producción, productividad y cualidad para establecer improbables vínculos entre la retribución con la “rentabilidad general de la empresa” para erradicar toda posibilidad de negociación entre el sindicato y la empresa sobre los métodos organizativos y las condiciones de trabajo.

En suma, mientras las nuevas tecnologías de la información y la mundialización de los mercados causan golpes mortales a los pilares del modelo fordista, como la producción en serie estandarizada y la fungibilidad de las tareas para la mayor parte de los que prestan la mano de obra, este proceso no determina automáticamente la superación del núcleo duro del fordismo: la organización “científica del trabajo” y una estructura jerárquica centralizadora de los saberes y de las decisiones. Paradójicamente el taylorismo puede sobrevivir al colapso del fordismo con unos costes relevantes, no sólo sociales, y en detrimento de la eficiencia y competitividad de las empresas: el “scientific management”, antes de irse a pique, venderá cara su piel. 

En consecuencia, sin una fuerte intervención de las colectividades locales y los Estados nacionales --que sostenga y oriente tales transformaciones y nuevos experimentos organizativos que ellas presuponen, socializando una parte de los costes que las empresas deben aportar  en la “fase de transición” a un nuevo sistema organizativo y sin una intervención del sindicato, orientado prioritariamente a romper el monopolio de los saberes y las decisiones dentro de los cual se enroca el sistema del management garantizando a los asalariados aquellos derechos individuales y colectivos, aquellos poderes y aquella mínima seguridad en el porvenir, capaz de justificar y motivar su participación activa y responsable en el proyecto de transformación-- la crisis del sistema taylorista corre el riesgo de ser larga y atormentada. Y, sobre todo, estará marcada por continuas oscilaciones y compromisos entre la innovación y el retorno al pasado. Además, los costes sociales y económicos que deben soportar en esta fase de transición, corren el riesgo de ser extremadamente altos: disipando y destruyendo el patrimonio profesional de la colectividad y el llamado “capital humano”, que tendría pocos precedentes en la historia de las sociedades industriales.                    

Ahora sabemos que, ante los imperativos y oportunidades que ofrece la caída del fordismo, las intervenciones de las comunidades nacionales –a través del Estado y las administraciones locales--  han sido hasta hoy  débiles y episódicas, incluso en las sociedades industriales que, inicialmente, han intentado poner en marcha esas nuevas cuestiones, como, por ejemplo, en Suecia y Alemania, en Japón y Estados Unidos, y en cierta medida también en Francia.

La misma intervención del sindicato ha sido, hasta ahora, discontinua y esporádica cuando no confusa y errónea. Como, por ejemplo, en los numerosos casos en que se ha involucrado en la gestión de una evanescente participación de los asalariados en los “avatares financieros” de las empresas, permitiendo al management neutralizar el impulso sindical e intervenir,  con el control de lo negociado, en la transformación de la organización del trabajo. La existencia de algunas “islas” que le han permitido participar en algunas experiencias –algunas de ellas como  la Volvo en Suecia y el proyecto Saturno, en los Estados Unidos) no puede eliminar el hecho de que, por lo general, el movimiento sindical en los países industrializados, desde hace años, se ha visto forzado –incluso debido al prolongado ataque a los niveles de ocupación de los asalariados— a estar a la defensiva, y cada vez más limitado a una acción en el campo distributivo y cada vez más extrañado del gobierno efectivo de las transformaciones en curso en el sistema de las empresas.

Por lo demás, estas limitaciones ponen en tela de juicio el retraso más general de las culturas que han inspirado gran parte de las fuerzas democráticas y socialistas; e, incluso, como en el caso italiano, su progresivo alejamiento del compromiso con las grandes cuestiones que, originariamente, justificaban su existencia: la emancipación del trabajo y la transformación de la sociedad civil. De hecho, es sintomático que, en una fase de tan profunda y alterada transformación de los procesos productivos, la organización del trabajo subordinado, la composición social de la clase trabajadora y las estructuras de los mercados laborales, muchos intelectuales y hombres políticos de la izquierda hayan cambiado los retos que provienen de tales cambios y busquen sus referentes políticos y sociales fuera de la sociedad civil y fuera del trabajo subordinado.

La operación se basaba en un diagnóstico tan lapidario como miope: la crisis de identidad de la izquierda nace de la desaparición de la “clase obrera” como entidad políticamente relevante. De este modo, los aspectos más llamativos de las transformaciones sociales de los años ochenta y noventa –o sea, la reducción del peso relativo y, en muchos casos, el número absoluto de los obreros industriales en Occidente y las sucesivas oleadas de incremento del desempleo (un dato que, todavía, no es comparable en los países más recientemente industrializados)— se identifican con el ocaso de la “clase obrera”; ergo, también, del proletariado (en el sentido paradigmático que el marxismo da a este término) y con la desaparición del referente social y del principal factor de identidad, ora de los movimientos socialistas, ora del movimiento sindical (11). El ocaso del trabajador “abstracto” de Ford, del “obrero masa” de los años sesenta se transforma, así, en el fin del trabajo asalariado o, incluso, con el “fin del trabajo”.

Por lo demás, también en Italia surge una conclusión  similar en una corriente de la cultura socio-económica prejuiciosamente orientada a la contestación de la persistencia de una sociedad  dividida en clases sociales (en el “esquema” marxista) y de la relevancia del conflicto de clase en la interpretación de las transformaciones de la sociedad civil. También en Italia hubo una abundante literatura sociológica que asumía como criterio determinante para concretar la identidad –y la supervivencia--  de una clase social (y sobre todo, naturalmente, de la “clase obrera) el criterio de la renta percibida por los diversos grupos de ciudadanos o del máximo de su estatus formalmente reconocido. Este criterio, como elemento de discriminación, más allá de negar de raíz la naturaleza del trabajo asalariado --es decir, su esencia--  ante todo, del trabajo subordinado heterodirecto, puede conducir a conclusiones, no sólo parciales, sino frecuentemente erróneas y paradójicas. En Italia se han hecho confluir en la categoría vaporosa de las  “capas medias”  emprendedoras, profesionales liberales, empleados, técnicos y obreros altamente especializados; sin embargo, en Norteamérica se entiende –quizás más correctamente— como “clase media” incluso el trabajo asalariado (de los empleados y obreros) establemente ocupado, en contraposición, de un lado, a la upper class de los managers y los grandes “poseedores”, y de otro lado, a los trabajadores precarios, los desempleados, los poor workers y los marginados (12).     

Ahora, tal diagnóstico liquidador del principal referente social de la izquierda, más que cualquier amplia disertación, da testimonio del definitivo divorcio, desde hace bastante tiempo, de una parte relevante de la izquierda occidental entre la ingeniería sociológica y una sistemática investigación de las transformaciones sociales que realmente se están dando, dee las transformaciones rapidísimas del mundo del trabajo subordinado en todas sus múltiples articulaciones y los cambios  súbitos del concepto mismo de trabajo.

Con este intento de que la izquierda se “libere” de la clase obrera y de su originario referente social, de hecho no se corta solamente un ligamen  con el pasado, todavía rico de enseñanzas y fuertes criterios interpretativos de la sociedad civil y de sus evoluciones, sino que se evita, sobre todo, cualquier capacidad de entender el alcance y las implicaciones de las nuevas articulaciones que se conforman en la composición social y cultural del trabajo asalariado. Un trabajo asalariado o subordinado –las clases trabajadoras de nuestros tiempos--  que manifiesta, en estas décadas de crisis y transformaciones, una continua expansión, también en las economías maduras, que puede estar obnubilado por la constatación de la reducción del número de los “obreros” de la industria manufacturera sólo para un observador descuidado, que ya ha se ha liberado del análisis del conflicto social y de sus implicaciones políticas. De esta manera se nos evita la comprensión del proceso, desarticulador  y unificante al mismo tiempo, injertado desde hace casi un siglo,  haciendo que en el fordismo y el taylorismo prevalezcan las políticas distributivas o redistributivas (la explotación del trabajo) sobre los factores de subordinación, heterodirección y comprensión de la autonomía decisional del trabajo asalariado en todos los campos de la actividad social.  De esta manera se pierden, en consecuencia, los instrumentos de análisis e interpretación de la crisis incipiente de los modelos taylorista y fordista con todas sus implicaciones. Entre las que están la  tendencial superación –en las fronteras cada vez más movedizas del trabajo subordinado--  de las históricas diferencias entre el trabajo, la obra y la actividad que Hanna Arendt distingue en su Vida activa (13). 

Y así, en vez de asumir plena conciencia de las raíces más profundas de la presente crisis de identidad, una gran parte de la izquierda occidental –renunciando al principal referente político y social--  corre el peligro de replegarse hacia la cooptación de una “clase política” caracterizada, cada vez más, por un compadreo con la gestión del poder estatal y por una intrínseca  relación de solidaridad entre sus componentes y no de ejercer un  papel de representación de un área tan significativa de la sociedad civil (14).

En efecto, desde hace muchos años –y sobre todo en algunas realidades nacionales, como la italiana— hay un progresivo divorcio (y a veces una verdadera cesura en el “sentido común” de la izquierda): de un lado, entre las culturas del quehacer político y de la reforma del Estado, y de otro lado, la mutación de la realidad social y los contenidos, los objetivos y los mensajes, frecuentemente contradictorios que expresa, de vez en cuando, el conflicto social, en las luchas reivindicativas del mundo del trabajo. 

Al menos en Italia es necesario verificar el fundamento de una afirmación un tanto radical. Y, sobre todo, buscar las causas más profundas de la “ausencia” cultural y política de la izquierda, de las fuerzas políticas de tradición democrática o socialista y del mismo movimiento sindical en la tumultuosa convulsión que afecta a un sistema de organización de las actividades y de los hombres en las que se identifican, desde hace casi un siglo, las sociedades industriales del mundo entero.      



Notas


(2) Karl Polanyi, La gran transformación, Fondo de Cultura Económica de España (2007). Ahí se encuentra la más precisa refutación del papel “derivado” y subalterno de las instituciones estatales y de la legislación respecto a la formación del mercado en las sociedades capitalistas. Según Polanyi el papel de las “instituciones” en la determinación de las “reglas del juego” (incluida la “mano invisible” de Adam Smith) ha sido ampliamente infravalorado por Marx.  

(3) Robert Reich, The Work of Nations, Vintage Books (New York, 1992) páginas 136 y siguientes. Hay traducción en castellano.

(4) Ibidem. Página 247 y siguientes. 

(5) Taylor, al final de su vida, aspiraba a definir sus propios experimentos como el descubrimiento de una “organización científica de la dirección (y el mando) de la empresa, como sólo un medio óptimo de organización del trabajo subordinado y como una ciencia de de la organización, basada en reglas y leyes bien definidas, capaz de “abrazar todas las formas de la actividad humana desde las más simples de la acción individual hasta las iniciativas de las grandes sociedades” (véase Georges Friedmann en  La crisis del progreso [Editorial Laia, 1977]). Así pues, se puede decir que la ideología reconstruida empíricamente por Henry Ford parte, desde las primeras intuiciones, de la idea de la racionalización y programación como encarnaciones del progreso.

Los comienzos de esta ideología se basan en la experimentación sistemática del trabajo en cadena que partía de la “simplificación” de los movimientos de Taylor y, así, superar con la parcelación del trabajo (de los trabajadores y no sólo de sus movimientos) la noción misma de del trabajo individual, gestionado mediante una relación jerárquica y con la presdisposición de un incentivo salarial con el objetivo de conseguir una producción en masa,  de bienes en serie rigurosamente estandarizados. En esta nueva filosofía industrial es ya inherente la convicción de que, fuera del management, todo trabajador pueda ser “liberado” del conocimiento profesional e incluso de las habilidades manuales para ponerse al servicio, en unas dimensiones inicialmente impensables, de un sistema de producción en el que la cualidad del producto deja de ser una variable, en el que la producción crea la demanda (con el monopolio de la innovación por parte de la empresa más dinámica); así como crea la el consumidor, con la posibilidad (que se deriva de los grandes beneficios, garantizados por la producción en serie y del monopolio de la información) de fijar altos salarios, reducir el horario de trabajo, plasmar y programar en cierto sentido las costumbres de un nuevo tipo de trabajador y de consumidor: “La demanda no crea, está ahí para ser creada. Si iniciamos una vasta producción de mercancías y pagamos salarios muy altos, se extenderá en todo el país un notable poder adquisitivo que absorberá dichas mercancías a condición de que estén bien hechas y se vendan a un precio justo. El flujo de los intercambios, sangre de la sociedad, fluirá de nuevo: es la única solución que tiene el centro de producción” [Henry Ford en Georges Freedmann, La crisis del progreso, ya citada]. 

(6) Peter Drucker en La classe del XXI secolo: l´operario che sa en Atlantic Monthly, 4 de Julio de 1995, pág. 42.                 

(7) Karl Marx El Capital. Libro I, Capítulo IV. [No he sabido encontrar esta cita en la versión castellana de don Wenceslao Roces. Fondo de Cultura Económica, 1972. JLLB]

(8) Harry Braverman.

(9) De hecho, podemos reconocer que algunos pilares fundamentales del modelo y la ideología fordistas se han comprometido –de modo irreversible--  con el impacto conjunto de la revolución informática (y de los medios de comunicación) y de los procesos acelerados de mundialización de los mercados y los sistemas de empresa. El uso flexible de las nuevas tecnologías y, consecuentemente, del factor humano molesta a un sistema industrial basado sobre la producción en gran serie debido a la relativa rigidez de  de sus tecnologías y la concentración de de la producción en grandes unidades empresariales; y permite orientar la competencia entre empresas de cara a la calidad del producto devolviendo a la demanda un papel radicalmente nuevo en la misma programación de la producción. Con los procesos de mundialización la competencia se extiende también a las nuevas tecnologías, acelerando de manera vertiginosa los tiempos de innovación y reduciendo los costes.

Estas transformaciones estructurales se traducen en una crisis de la relación del trabajo fordista, basado en la parcelización de las funciones, en la estabilidad del empleo y en una total desresponsabilización del trabajo de ejecución. El empleo deviene cada vez más flexible y precario; al mismo tiempo se exige más responsabilidad al trabajo y capacidad de intervención, implicación para conseguir mejores resultados cualitativos. El modelo taylorista de organización “científica” del trabajo está puesto en entedicho. Pero ello no implica su superación  en el momento en que el sistema fordista de producción se ve forzado a comenzar una profunda reconversión. Paradójicamente (pero no tanto) el modelo taylorista, que ha constituido el corazón de la organización del trabajo en la época fordista, tenderá inercialmente a sobrevivir, sobre todo en sus aspectos jerárquicos y disciplinarios (aunque adaptados y “desburocratizados”) a la crisis del fordismo ya que la conciliación entre la flexibilidad de las prestaciones del trabajo en la salida de la actividad productiva pone en cuestión no sólo una división técnica del trabajo sino también una división de poderes y de su sistema jerárquico.

De hecho, emerge una contradicción que sólo puede superarse por un nuevo sistema de relaciones sociales, por un nuevo modelo organizativo y, en definitiva, por un nuevo modelo de contrato de trabajo. Todo ello comporta, en todo caso,  una redefinición y una redistribución de los poderes del management o un golpe de tuerca con las características autoritarias del modelo fordista de coerción del modelo de ejecución. Un estallido de situaciones más o menos actualizadas de la organización “científica” del trabajo no es, pues, una eventualidad a infravalorar ni tampoco las implicaciones de tales contradicciones sobre las salidas de la crisis del fordismo. Ahí está toda la ambigüedad de las fórmulas expeditivas sobre el final del fordismo o incluso de la existencia de un  modelo  postfordista que ya está consolidado.

(10) Parece fuera de lugar, particularmente en Italia, una precipitada literatura “apologética” del “toyotismo”. Que está impregnada por la exaltación de sus contenidos “revolucionarios”. En otros casos expresa una denuncia sin apelación por sus efectos destructivos para la “consciencia de clase”, pero basada en todo caso en la asunción del “toyotismo” como modelo “orgánico” y sin los fallos de la organización “postaylorista, y como respuesta exitosa del “capital” a la crisis de las sociedades del management. Esta literatura está marcada, a nuestro juicio, por la aceptación acrítica del léxico y la filosofía toyotistas y por la escasa atención a las aporías, las adaptaciones, los compromisos y las regresiones que la puesta en marcha del modelo toyotista y de la lean production  han registrado en el útimo decenio, incluso en aquellas empresas donde se han experimentado originariamente.
Por un lado , quedan a menudo en la sombra, una vez acabada la operación doblemente errónea de teorizar la definitiva superación de la crisis del taylorismo y la llegada, ya consolidada, de la era “postfordista” y de identificar ésta con la hegemonía consolidada de la filosofía toyotista (y con el modelo de la lean production), digo que quedan en la sombra muchos y diversos intentos de recorrer, aunque sea experimentalmente, otros caminos en Europa y en los Estados Unidos, donde el toyotismo, desde hace algunos años, parece en fuerte retroceso, junto a la recuperación de la industria automovilística americana en los mercados mundiales. Y, por otro lado, la supervivencia y radicalización, bajo muchos aspectos, de “cachos” de taylorismo en la gran mayoría de las empresas industriales y de servicios.
El mismo toyotismo, por lo demás, podría ser legítimamente considerado, bajo muchos puntos de vista, una variante del taylorismo y una señal de su crisis como “sistema”.  [Subrayado mío, JLLB] 

11) Ver los ensayos, a cargo de Giancarlo Bosetti,  Izquierda punto cero.  Es particularmente significativa el diagnóstico, lapidario y desprpajado, de Richard Rorty (¿Cantaremos nuevas canciones?)  retoma --sin ni siquiera introducir una duda problemática— lo que afirma Bosetti: “Ya no podemos usar el término clase obrera para significar  “a los que reciben menos dinero y menos garantías en la economía de mercado” y a “la gente que encarna la verdadera naturaleza de la humanidad”. Estas expresiones ponen en evidencia una confusión entre trabajo subordinado y “pobreza” como lo atestigua la literatura “pobre” y sumaria de la investigación de Marx, de la que se nos quiere liberar.
Más matizado y prudente es el juicio de André Gorz (Adios, conflicto central) que fue de los primeros en investigar fuera del trabajo subordinado las chances de una izquierda “libertaria” y “convivencial” (ver Adieu au proletariat, Editions Galilée, Paris 1980; Adiós al proletariado, Ediciones 2000, Barcelona).  

(12) En lo atinente a la clasificación de las clases sociales en base a la renta (a partir de un claro forzamiento de la distinción marxiana entre trabajo productivo y trabajo improductivo (que no tiene nada que ver con la diferencia entre trabajo subordinado y trabajo autónomo o la actividad empresarial) o en base a la naturaleza de la actividad y a la distinción entre productores de mercancías y “productores de servicios”, véase Paolo Sylos Labini en su “Economia e Lavoro” (1969), Produttori di ricchezza e produttori di servizi: classe operaia e classe media.

(13) Hanna Arendt, The Human Condition. [Hay traducciones en castellano, JLLB]

(14) Ver la introducción de Giancarlo Bosetti  a Sinistra punto zero. O Izquierda punto cero, Paidós Estado y sociedad, 1996.

lunes, 23 de julio de 2012

3. ¿CAMBIAR EL TRABAJO Y LA VIDA O CONQUISTAR ANTES EL PODER?


Capítulo 3. ¿CAMBIAR EL TRABAJO Y LA VIDA O CONQUISTAR ANTES EL PODER?


Debemos constatar que, mientras en la periferia de la izquierda italiana muchos huérfanos del fordismo y de un sistema capitalista homogéneo y omniabarcante --al que combatíamos  y con el que convivíamos--   mantienen, indefensos, un debate académico y repetitivo sobre la “verdadera naturaleza” del “diseño del capital”; y que, mientras   luchaba por establecer la conciencia de la existencia de una pluralidad de capitalismos –y de su relevante capacidad de transformación—, debemos constatar, decíamos, que todavía sobreviva una cultura muy difusa que identifica el capitalismo (o capitalismos) con una determinada estructura de propiedad y una determinada distribución de las rentas. Sin que, por otra parte, se preocupe por indagar las razones que expliquen las enormes diferencias existentes (en las formas y en la medida) de la eliminación del “excedente”  erogado por los trabajadores con relación al nivel de sus retribuciones. (Hay, de hecho, una gran diferencia entre el excedente expropiado a tantos trabajadores del tercer mundo, a los trabajadores forzados de ciertas empresas chinas y al excedente  expropiado por la socialización de los saberes que conforma el “general intellect” referido por Marx en un laboratorio de investigación en Los Ángeles, Tokio o Seul. Y sobre todo sin que esta cultura demuestre percibir, por el contrario, el agravamiento general –incluso en la segunda mitad del siglo XX— de las características opresivas y alineantes del trabajo heterodirigido, a la par de la difusión y consolidación  del sistema taylorista (15).

También debemos constatar que, cuando comienza a agrietarse, y a veces desarticularse, lo que fue el tejido unificador de todas las sociedades industriales conocidas (de los diversos capitalismos y de los diferentes socialismos reales), o sea, la “racionalización taylorista”, en una amplia parte de las culturas socialistas (europeas y particularmente italiana), salvo pocas y meritorias excepciones, le resulta difícil advertir el alcance epocal  de dicha crisis y sus implicaciones para el futuro de una izquierda democrática en el mundo occidental.

Una primera explicación de esta desproporción (discrasia) entre cultura política y transformaciones sociales que puede encontrarse, sobre todo en el caso italiano, en la influencia de un historicismo a menudo esquemático y hasta dogmático. Por ejemplo, mientras que a principio de los sesenta  una parte de la literatura social y de las investigaciones sobre política industrial empieza a interrogarse, en algunos países europeos (como Gran Bretaña, Suecia, Alemania, Francia) y en los Estados Unidos sobre los crecientes límites del taylorismo como the one best way   de la organización del trabajo y sus funciones;  mientras toman cuerpo en Italia, más allá de las primeras reflexiones críticas, incluso algunos intentos de experimentar concretamente formas posibles de recomposición y enriquecimiento del trabajo (en la siderurgia y en la mecánica pesada, entre otras) … una extensa parte de la izquierda italiana –en las que predominaban diversas corrientes del marxismo— está generalmente distraída e incluso manifiesta desconfianza frente al hecho de interrogarse sobre los límites del taylorismo (16).   

De hecho, en aquellos años dominaba todavía, explícita o implícitamente, este dogma: la emancipación del trabajo estaba destinada a recorrer unas etapas obligadas, cuyo orden está grabado en la historia y, por ello, es inmutable. Este dogma sanciona que es absurdo (o en todo caso, erróneo) imaginar que es posible cambiar, aunque sea parcialmente, la naturaleza subordinada y fragmentada del trabajo antes de conquistar el Estado y la “socialización” de los medios de producción a través de la propiedad estatal y antes que se  haya operado una aceleración del desarrollo de las fuerzas productivos  y la creación de las bases materiales para iniciar un proceso redistributivo, que reduzca ante todo el desfase entre el producto del trabajo y su retribución. Sólo de modo sucesivo se puede conseguir una atenuación de los contenidos opresivos del trabajo subordinado.


Las luchas sociales de la primera y segunda posguerra contra la difusión de las formas burocráticas y exasperadas del sistema fordista en las industrias italianas, con el famoso “sistema Bedaux”, fueron en todo caso luchas principalmente defensivas: intentaban limitar y contener las consecuencias de lo que significativamente en los años cincuenta  se llamaba la “sobreexplotación”. Ciertamente, incluso mediante la respuesta a los tiempos muy severos y a los ritmos intensísimos reivindicando la reducción de los horarios de trabajo. Pero, sobre todo, para conseguir una mejor compensación salarial del trabajo prestado sobre la base del mecanismo de la parcelación y predeterminación de las funciones y tiempos,  de los que se denunciaba no sólo el uso sino el abuso.

Pero esta lucha de “resistencia” dará un alto cualitativo a finales de los años sesenta con la participación de millones de trabajadores con la conquista de algunos derechos formalmente reconocidos: la negociación colectiva de las condiciones de trabajo en la fábrica donde se prestaba y organizaba el trabajo subordinado. De la negociación de los sistemas de destajo y de los procedimientos de la determinación de los tiempos y  cadencias del trabajo se pasa a la conquista de la mayor reducción del horario semanal de la posguerra: las cuarenta y cuatro horas. Y se afirman objetivos inéditos en la historia del sindicato italiano: el control y la prevención de la salud y la seguridad en el trabajo; el estudio de masas para identificar los efectos del sistema taylorista en la salud física y psíquica y sobre la vida cotidiana del trabajador; la superación y la prohibición de las tecnologías nocivas y peligrosas; la negociación de las inversiones orientadas a la remoción de las causas de peligrosidad y malestar o a la conquista de nuevos “espacios” arquitectónicos de una organización del trabajo menos fragmentaria y opresiva.

Hablo de un cambio de cualidad porque  --incluso en el curso de las grandes movilizaciones del otoño de 1969 se caracterizó por el intento de eliminar los efectos del sistema taylorista forzando el camino hacia los primeros experimentos de recomposición del trabajo (las islas de producción, los grupos homogéneos y los equipos polivalentes) y hacia una limitación del poder discrecional de las jerarquías intermedias-- el mismo conflicto social empieza a expresar una nueva cultura de la negociación  y de la defensa de los intereses de los trabajadores subordinados. Era una cultura de la negociación y de los derechos de la persona que ya no estaba limitada a lo salarial; que ya no se centraba en la simple compensación, mediante las políticas salariales y distributivas de los “efectos sociales” (así se llamaban entonces) de una organización del trabajo que hasta entonces se confundía con el “progreso técnico”.   

La misma prioridad que se concretaba a principios de los sesenta con el objetivo de la reducción de los horarios de trabajo con respecto a las reivindicaciones de los incrementos salariales, en un país con bajos salarios como era la Italia de entonces; la importancia que asumió en aquel periodo la defensa de la salud física y psíquica contra toda forma de compensación salarial o de “monetariación” de su degradación, se tradujo en muchas fábricas en la práctica de una verdadera tutela, individual y colectiva, de la salud que se traducirá en un encuentro entre los trabajadores organizados y el mundo de la ciencia médica imprimiendo un nuevo curso en la investigación de la medicina del trabajo (el único ejemplo de “cultura alternativa que produjo el movimiento de 1968 en las escuelas y universidades). Todos estos acontecimientos serían inexplicables si no se hubiera reconducido a una auténtica transformación de las culturas reivindicativas y contractuales del movimiento sindical italiano.      

Esta transformación, a su vez, sería difícilmente comprensible e interpretable si no se tuviera en cuenta en todo su alcance el encuentro que tuvimos sobre estos temas las diversas “almas” y diferentes tradiciones del movimiento obrero y del sindicalismo. Un encuentro durante la fase culminante del taylorismo en Italia, con la entrada de nuevas generaciones más escolarizadas y las batallas libertarias del movimiento estudiantil que terminó imponiendo un nuevo camino a las burocracias sindicales y rompió las fortalezas ideológicas y culturales que legitimaban la “división tácitamente acordada” entre las grandes centrales confederales. De hecho, hablo del encuentro –de un debate de ideas y en la práctica del conflicto social--  entre una tradición de origen marxista y obrerista capaz de contestar tanto la fragilidad del interclasismo de tradición católica como el carácter mistificador de las diversos intentonas (desde el “capitalismo popular” a las “relaciones humanas”) para evitar, con el mito de la empresa-comunidad,   la cuestión ineliminable de los contenidos opresivos de la condición obrera, que todavía estaba anclada a la espera de un cambio de régimen, lo que se seguía considerando como el presupuesto insuperable de la transformación  del trabajo subordinado. Y por otro lado, estaba el “núcleo duro” de una cultura de tradición cristiana; en ella, la defensa de la  integridad física y moral de la persona humana asumía –incluso en la confrontación de la seudocientificidad de la máquina taylorista--  una potencialidad subversiva del orden establecido, que ignoraba los “imperativos de la historia”.

Cierto, la herencia del personalismo cristiano (desde Jacques Maritain a  Emmanuel Mounier) y el descubrimiento de los escritos de Simone Weil sobre la condición obrera, que tanto influyeron en las orientaciones de de las nuevas generaciones de la CSIL y las  ACLI tenían que buscar alguna mediación no sólo con el pragmatismo de las ideologías americanas del sindicalismo que constituyeron la precipitada marca de origen de la CSIL sino sobre todo con la tradición de la doctrina social de la iglesia católica, todavía permeabilizada de interclasismo, la búsqueda de la equidad (el salario “justo”) y la práctica de la caridad. Todo ello asumido como medios esenciales para combatir la pobreza.   

Este intento de mediación dio a menudo frutos híbridos y engañosos. Que se  expresó al principio, mediante un fuerte voluntarismo cultural que --removiendo las causas estructurales de la alienación y la opresión del trabajo-- concentró dicho esfuerzo en la superación o eliminación de sus efectos o de sus manifestaciones más llamativas. Como, por ejemplo, el destajo que se quiere eliminar sin intentar cuestionar la predeterminación del trabajo fragmentado. O, también, el sistema de cualificaciones que impone la “cualificación única”, ignorando no sólo el surgimiento de nuevas categorías  profesionales  sino la división técnica del trabajo relamente existente y de sus funciones. O, aun más, las diferencias salariales que se intentaban superar sin incidir, mediante la negociación colectiva, en el gobierno de las remuneraciones, que sancionaba una amplia, y cada vez más articulada, diferenciación del tratamiento de los salarios: no sólo los profesionales y de todo tipo y la diversa “fidelidad” a los imperativos de la empresa.

Este imperativo cultural constituyó, sin embargo, una potente y fecunda provocación que consiguió remover, al menos en las filas del sindicalismo italiano, el mecanismo historicista  en el que estaba embebido el sentido común de la izquierda de tradición socialista y marxista. Y ello logró hacer valer en el movimiento sindical italiano –incluso más allá de las intenciones conscientes de sus teóricos-- aquel trozo de verdad irreductible, expresada en la dura respuesta del “personalismo cristiano”, del carácter “objetivo” y “científico” de un sistema basado en la destrucción de la creatividad del trabajo que parcelaba los conocimientos y las tareas, en la negación de la persona como entidad total e indivisible, rechazando representar la defensa de la persona humana y de sus valores, de sus potencialidades creativas y su innata libertad de elección a una pretendida objetividad y neutralidad de un sistema opresivo de organización del trabajo; tal voluntarismo ponía en discusión el caracter mistificatorio de un historicismo ya osificado en sus etapas obligadas, en su insuperables “fases  de transición” y en sus mismas categorías conceptuales.  

Queda, en todo caso, el hecho de que aquel encuentro forzado y el contagio recíproco de las dos culturas y tradiciones, que los cambios concretos de la condición obrera y de la misma conciencia obrera sometían duramente a discusión, provocaron un verdadero y auténtico giro en la forma de concebir la acción reivindicativa en importantes sectores del movimiento sindical y una primera ruptura con todas las “sub ideologías” (católicas y marxistas) que, en nombre de la separación entre la economía y la política, o de la “neutralidad política” del sindicato, lo habían situado siempre (y con ello el conflicto social) en una posición subalterna. Así pues, será este giro quien legitime el protagonismo de los nuevos sujetos del conflicto social –el obrero especializado, el técnico y el investigador— a la cabeza del movimiento sindical y de sus luchas reivindicativas, donde estos sujetos substituyeron con frecuencia el papel histórico del obrero de oficio. 

La puesta en marcha, a finales de los sesenta, de los “consejos de delegados” en la industria y los servicios es inexplicable (de aquella forma y en aquel periodo) si se prescinde --como lo ha hecho una buena parte de la cultura de la izquierda--  de los objetivos reivindicativos concretos que justificaban y exigían la creación de este particular instrumento de representación y negociación. Y que para conseguirlos reclamaban un modelo de democracia sindical distinto. O sea, la consecución de modelos de decisión inéditos con la entrada de nuevos sujetos capaces de orientar el proceso de decisión y de la iniciativa reivindicativa hacia los lugares concretos donde se verificaban las condiciones de trabajo en el sistema taylorista; no sólo en la fábrica sino también en la sección, el ciclo productivo y el grupo de trabajadores que estaban directamente implicados en el segmento específico del grupo productivo. De hecho, para dirigir una acción generalizada por los salarios y mantener al sindicato en sus objetivos tradicionales no había necesidad de un consejo de fábrica o un delegado de línea. 

Así pues, se puede afirmar que, a finales de los años sesenta, fue tomando cuerpo --en lo más vivo del conflicto social, y en un área muy articulada de la investigación teórica y empírica-- una nueva idea de la izquierda: el esbozo de un proyecto de sociedad que tenía en cuenta los movimientos del trabajo y de sus transformaciones posibles. Era un proyecto de sociedad que estaba filtrado por los esquemas redistributivos y de resarcimiento, propias de  las tradicionales ideologías de la “transición” que asumían como inmutables las relaciones de poder inherentes a un sistema de organización del trabajo, todavía considerado “objetivamente” inseparable de la idea del progreso. En suma, el testimonio de la emergencia de otra concepción de la izquierda y del socialismo posible y de su “diálogo” con  las temáticas de la liberación del trabajo, los derechos individuales, del valor y el papel de la persona. Este esbozo de un proyecto de sociedad (todavía confuso y lleno de contradicciones)  planteaba la posibilidad y la necesidad  de fundar una estrategia de la acción de la izquierda con la programación de una transformación de las relaciones de trabajo y de la organización de la sociedad civil bajo una nueva legislación de los derechos civiles y sociales a experimentar aquí y ahora; de construir –en la reforma del trabajo y de la vida cotidiana— nuevas bases de consenso en torno a una política económica de expansión de las oportunidades productivas y de las ocasiones de empleo; y de superación de la cuestión meridional (17).       


      Frente a estas transformaciones reales de la naturaleza del conflicto social y de sus prioridades reivindicativas la conquista de las cuarenta horas, por ejemplo, comportará un cambio substancial en la política de inversiones de las empresas; los consejos de delegados se constituirán en muchas empresas duplicando en número a aquellas en las que todavía existían las viejas “commissioni interne” [algo así como los viejos Jurados de empresa del sindicato vertical español, N. del T.]; y frente a las corrientes de reflexión crítica sobre los límites de las viejas ideologías de la transición, la “reacción” de las fuerzas políticas de la izquierda y de una buena parte de la cultura “social” de izquierdas fue, como se acostumbra a decir hoy a propósito de algunos conflictos militares, de “baja intensidad”.

Por lo general fue una reacción orientada a reconducir el conflicto social  –tan anómalo en sus objetivos y en sus formas de organización-- por caminos trillados, dentro de los roles del pasado. Lo que testimoniaba, incluso en aquellos años relativamente cercanos, la extrema dificultad, y también la enorme reticencia, de una buena parte de la izquierda italiana para medirse,  en términos de política redistributiva, con la cuestión cada vez más dramáticamente emergente: el cambio de aquel tipo de organización del trabajo, de los saberes y poderes que, partiendo de la gran industria, había permeabilizado todos los ganglios de la sociedad civil y, en ocasiones caricaturescamente, a la misma administración del Estado en todas sus articulaciones.       



En aquellos tiempos, como ya lo he recordado anteriormente, tomó cuerpo una cultura de la organización del trabajo que sometió a una dura crítica los pilares del taylorismo y de las sociologías “motivacionales”  que se inspiraban en dicho modelo. Y no faltaron interesantes tentativas de verificar el fundamento de tal revisión crítica del taylorismo: en concreto, los experimentos de recomposición del trabajo que fue esponsorizado por algunas grandes empresas industriales italianas, públicas y privadas. En aquellos años apareció un reducido círculo de investigadores, estudiosos y científicos sociales con un interés renovado por la literatura americana, francesa, inglesa y alemana que se orientaba a una radical reconsideración del taylorismo. Pero este nuevo “curso” influyó sólo de manera esporádica en la cultura oficial de los partidos de izquierda y no caló, substancialmente, en el corazón de la cultura –o, mejor dicho--  de las culturas marxistas italianas. En todo caso, todo ello fue rápidamente superado y removido.       

De los contenidos reivindicativos específicos y las aportaciones culturales y políticas de este proceso de luchas sociales  no quedaba casi nada, diez años más tarde,  en la memoria de los partidos de la izquierda italiana. E incluso las desordenadas transformaciones que sufrieron, tras 1989, no recuperaron aquellas experiencias y sus mensajes. Contrariamente, desde finales de los años sesenta, la socialdemocracia sueca elaboraba su propia estrategia, incluso legislativa, de la transformación de la organización del trabajo en las actividades productivas y en la participación (no sólo financiera) de los trabajadores y de los sindicatos  en el gobierno de la empresa y de sus inversiones; e, incluso, la socialdemocracia alemana, que ponía la “humanización del trabajo” en el centro de su Programa fundamental (18).

De hecho, este tipo de falsa memoria parece haber removido todas las embarazosas novedades del otoño caliente, reconduciendo las luchas de los años sesenta y de principios de los setenta en el cauce tranquilizador de un proceso redistributivo (alguna que otra vez para criticar sus excesos),  haciendo realmente de los salarios una auténtica irrupción del conflicto social en la política desde los centros de trabajo.

A pesar de todo, en aquellos años, alguien --preocupado por tener una posición más radical en la orientación de la izquierda--  resucitará algunas de las “categorías” más dogmáticas y rituales del leninismo hablando, incluso, del “deseo del comunismo” que se expresaba en las reivindicaciones salariales igualitarias y en las luchas por la eliminación de los viejos sistemas de trabajo a destajo, cuando ya muchas empresas tayloristas, de las más avanzadas, lo habían abandonado. O, con la intención de reproponer una prelación de la política como gestión “ilustrada” del Estado y una “autonomía de lo político” de marca lassalleana en las confrontaciones entre los  rozze  y los sane, alguien --ante estas confrontaciones y revueltas sindicales, siempre acéfalas-- albergó la ilusión de promover, mediante la lucha social, “un nuevo modelo de producir el automóvil” o la superación de la cadena de montaje y el descubrimiento utópico del conflicto para cambiar la organización del trabajo y los poderes en la empresa como una de las vías para imprimir nuevos contenidos a la lucha política en la sociedad civil. Mientras, los que se situaban en posiciones más moderadas u “ortodoxas” se limitaban, verdaderamente, a reasumir la vieja ética socialista del trabajo que, a la espera de su lejana transformación, ennoblecía toda actividad subalterna, incluso las más humildes; y, sin embargo, redescubrían el peligro de un nuevo “pansindicalismo” en las reivindicaciones y en las iniciativas de los sindicatos que no se limitaban a la tradicional práctica salarial y distributiva.   

En el movimiento sindical, la contraofensiva de las organizaciones empresariales –tras las crisis petrolíferas y el inicio de los nuevos procesos de reestructuración--  determinó un enroque defensivo en las trincheras tradicionales de las reivindicaciones salariales y la rápida eliminación de la cultura reivindicativa centrada en la transformación de las condiciones de trabajo y las relaciones de poder en las empresas. De un lado, volvió a prevalecer en las culturas dominantes de las grandes organizaciones sindicales el interclasismo  de origen católico en su versión neocorporativa de la centralización de la negociación y de la participación de los trabajadores en el capital de la empresa; y, de otro lado, una concepción del sindicato como agente salarial, reconducida a una función de tutela del núcleo más protegido de la clase trabajadora. Estos diez años de práctica y de memoria reivindicativa de la defensa de los valores y los derechos de la persona en la prestación concreta del trabajo sólo fueron un paréntesis, y pronto se olvidaron.

Igualmente fue sintomática, en aquellos años, la reacción de las diversas articulaciones de la izquierda política (salvo algunas relevantes excepciones, aunque siempre minoritarias) y de las mismas direcciones de las confederaciones sindicales (al menos en su mayoría) contra la decisión que se tomó en 1970 por los sindicatos metalúrgicos de concretar en los consejos de delegados la estructura sindical unitaria en los centros de trabajo.    

De un lado, se manifestó no por casualidad, la aversión visceral pero lúcida de un movimiento como Lotta Continua en el choque contra el “delegado bidón” que, con su papel en la negociación de las condiciones de trabajo oscurecía  no sólo la primacía de una lucha salarial “a la francesa” sino la misma razón de ser –espontaneísta y vanguardista a la vez— de aquel movimiento. Por otro lado, hubo quien, entre los más rigurosos y prestigiosos exponentes del ala moderada y conservadora del Partido comunista italiano combatió enérgicamente esta deriva de “democratitis”, con el fuerte apoyo de algunos importantes aparatos locales, la supervivencia de las viejas comisiones internas que ya estaban divididas e impotentes. Y también hubo quien, desde el lado opuesto, denunciaba con vehemencia la apropiación burocrática del sindicato de un “fruto espontáneo de la democracia de masas”; éstos buscaban, no demasiado paradójicamente, aliados válidos en los partidos de izquierda y en las confederaciones sindicales: sostenían la necesidad de una rígida diferenciación de los roles del sindicato y los consejos de delegados para evitar que el sindicato se contaminara de una experiencia heterodoxa de una democracia de base que, por otra parte, se esperaba que fuera efímera (19).  

En ninguno de estos caso, por un tipo de impedimento ideológico –ya fuera por una pereza intelectual o por un mero reflejo de “autodefensa”— se retuvo, como digna de atención y reflexión, la “matriz histórica” de lo que será, aunque por un breve periodo, el “sindicato de los consejos”: un cambio del eje reivindicativo y de proyecto de la acción de los trabajadores y del sindicato, ante todo en los centros de trabajo. Con la superación (seguramente aquí tuvieron su peso, también, los movimientos reivindicativos espontáneos) de una tradición meramente distributiva y de “resarcimiento” de los efectos más demoledores del uso unilateral y autoritario de una organización del trabajo, de por sí frecuentemente opresiva y alienante; y con la afirmación de objetivos que --no persiguiendo todavía una transformación radical de dicha organización del trabajo-- contestaban su uso unilateral y discrecional, oponiéndolas a la “rigidez” y certidumbre de la prestación del trabajo, no la invocación de un salario político o el salario como “variable independiente”, sino la persona y su integridad  psicofísica como valores centrales, y desde ahí repensar incluso las formas técnicas de la división del trabajo.

Por las mismas razones no podían, ni siquiera, estar incluidas y ser aceptadas las implicaciones que este nuevo curso de la acción reivindicativa habría comportado para la naturaleza del sindicato como sujeto político y, en un corto periodo, para sus formas de democracia y representación. No podían ser comprendidos ni aceptados los “consejos de delegados” como estructura del sindicato ya que no podían ser admitidos como instrumento legitimado en la respuesta (incluso generacional) de los viejos procesos de decisión y las tendencias centralizadoras de las confederaciones sindicales.

Por ello, en mi opinión --y a propósito del “marxismo de los años setenta” en Italia, que fue objeto de una serie de seminarios y de muchos intentos de reflexión crítica--  se puede hablar de la sensación de una auténtica separación entre, de un lado, la búsqueda teórica, las investigaciones filosófica, sociológica y económica y la doctrina política;  y, de otro lado, la expresión y el devenir del conflicto social.                    

Las reflexiones que venían, no por casualidad, de la cultura radical americana apenas si influyeron en la investigación teórica y política de las fuerzas más significativas de la izquierda italiana. La contribución de Braverman, y las tesis más radicales de Stephen A. Marglin (20), tal vez por su propensión a reconducir sumariamente la afirmación de una división del trabajo cada vez más parcelada y condenada de antemano a una voluntad de dominio de las clases empresariales –sin una real y fundada motivación de orden económico--  reforzaron las convicciones, incluso en las corrientes de la extrema izquierda italiana, que se había consolidado un “sistema de dominio” que ya no podía cuestionarse a través de la simple iniciativa de los asalariados en el interior del centro de trabajo, si no era mediante formas neoluditas de resistencia pasiva, desde la salvaguardia de los secretos profesionales al absentismo e, incluso, el pequeño sabotaje. Y que sólo la introducción, a través de la conquista del Estado, de nuevas reglas de democracia política y de nuevas relaciones de propiedad habría podido, al menos, acelerar un proceso de liberación en el trabajo  y no del trabajo.

Otros, en Europa, empezaron sin embargo a convencerse, incluso tras el despertar de las tesis radicales, del irremediable destino del trabajo industrial a estar sujeto a una organización “militarizada”  y alienante. Y buscaron, como André Gorz,  una salida en la reducción progresiva del tiempo de trabajo (destinado a convertirse en una especie de “tasa” a pagar para el desarrollo general de la sociedad) y en la autorrealización de la persona, fuera del trabajo organizado con otras actividades, comunitarias o individuales, emancipadas de las leyes del mercado (21).      

Por otra parte, es significativo reflexionar sobre el cambio que se operó en la izquierda italiana en los debates de los contenidos específicos que asumió la crisis de las sociedades de socialismo real y de los mensajes que provenían de los países del Este europeo. No sólo a través de las luchas y las revueltas de masas en Polonia y en la Alemania oriental, en Hungría y Checoeslovaquia, y otra vez después  en Polonia; no sólo mediante el retorno de los consejos de delegados (como institución democrática anclada en los centros de trabajo y dictada por la necesidad de recuperar algunas formas de gobierno de la prestación de trabajo) y las primeras experiencias de autogestión de la Primavera de Praga. Sino también por los escritos tan luminosos de los intelectuales polacos, húngaros, checoeslovacos o alemanes, como Rudolf Bahro (22) que redescubrían en el taylorismo, erigido como dogma, la expresión más completa de los caracteres más opresivos del socialismo real.

Es, en verdad, sorprendente que tales mensajes no influyeran en las orientaciones dominantes de la izquierda italiana. Ésta, de hecho, seguía considerando todavía que era prioritario, sobre todo en los países de socialismo real, el problema del máximo desarrollo de las fuerzas productivas, aunque “deseablemente” acompañado de las necesarias “compensaciones” y “correctivos”, mediante una más justa distribución de los recursos y aflojando las formas totalitarias que se expresaba en cada país en la relación entre el partido único y las instituciones.

Así pues, no es casual que –en el marxismo italiano de los años setenta--  las numerosas revisiones críticas del leninismo no consiguieran una íntegra originalidad en lo relativo a las formas de transición al socialismo, que tenía en el pensamiento de  Gramsci su más completa expresión. En aquellos años sus escritos, recogidos en Americanismo y fordismo, indudablemente importantes bajo muchos aspectos, aunque no heterodoxos en su núcleo central (o sea, el análisis apologético del taylorismo, que se asume como una forma necesaria de desarrollo de las fuerzas productivas) fueron un punto firme de referencia del análisis marxista en Italia que en aquellos años fueron todo un redescubrimiento. [Sobre “Americanismo y fordismo”, véase Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores]              
      


En aquellos tiempos, como ya lo he recordado anteriormente, tomó cuerpo una cultura de la organización del trabajo que sometió a una dura crítica los pilares del taylorismo y de las sociologías “motivacionales”  que se inspiraban en dicho modelo. Y no faltaron interesantes tentativas de verificar el fundamento de tal revisión crítica del taylorismo: en concreto, los experimentos de recomposición del trabajo que fue esponsorizado por algunas grandes empresas industriales italianas, públicas y privadas. En aquellos años apareció un reducido círculo de investigadores, estudiosos y científicos sociales con un interés renovado por la literatura americana, francesa, inglesa y alemana que se orientaba a una radical reconsideración del taylorismo. Pero este nuevo “curso” influyó sólo de manera esporádica en la cultura oficial de los partidos de izquierda y no caló, substancialmente, en el corazón de la cultura –o, mejor dicho--  de las culturas marxistas italianas. En todo caso, todo ello fue rápidamente superado y removido.       

De los contenidos reivindicativos específicos y las aportaciones culturales y políticas de este proceso de luchas sociales  no quedaba casi nada, diez años más tarde,  en la memoria de los partidos de la izquierda italiana. E incluso las desordenadas transformaciones que sufrieron, tras 1989, no recuperaron aquellas experiencias y sus mensajes. Contrariamente, desde finales de los años sesenta, la socialdemocracia sueca elaboraba su propia estrategia, incluso legislativa, de la transformación de la organización del trabajo en las actividades productivas y en la participación (no sólo financiera) de los trabajadores y de los sindicatos  en el gobierno de la empresa y de sus inversiones; e, incluso, la socialdemocracia alemana, que ponía la “humanización del trabajo” en el centro de su Programa fundamental (18).

De hecho, este tipo de falsa memoria parece haber removido todas las embarazosas novedades del otoño caliente, reconduciendo las luchas de los años sesenta y de principios de los setenta en el cauce tranquilizador de un proceso redistributivo (alguna que otra vez para criticar sus excesos),  haciendo realmente de los salarios una auténtica irrupción del conflicto social en la política desde los centros de trabajo.

A pesar de todo, en aquellos años, alguien --preocupado por tener una posición más radical en la orientación de la izquierda--  resucitará algunas de las “categorías” más dogmáticas y rituales del leninismo hablando, incluso, del “deseo del comunismo” que se expresaba en las reivindicaciones salariales igualitarias y en las luchas por la eliminación de los viejos sistemas de trabajo a destajo, cuando ya muchas empresas tayloristas, de las más avanzadas, lo habían abandonado. O, con la intención de reproponer una prelación de la política como gestión “ilustrada” del Estado y una “autonomía de lo político” de marca lassalleana en las confrontaciones entre los  rozze  y los sane, alguien --ante estas confrontaciones y revueltas sindicales, siempre acéfalas-- albergó la ilusión de promover, mediante la lucha social, “un nuevo modelo de producir el automóvil” o la superación de la cadena de montaje y el descubrimiento utópico del conflicto para cambiar la organización del trabajo y los poderes en la empresa como una de las vías para imprimir nuevos contenidos a la lucha política en la sociedad civil. Mientras, los que se situaban en posiciones más moderadas u “ortodoxas” se limitaban, verdaderamente, a reasumir la vieja ética socialista del trabajo que, a la espera de su lejana transformación, ennoblecía toda actividad subalterna, incluso las más humildes; y, sin embargo, redescubrían el peligro de un nuevo “pansindicalismo” en las reivindicaciones y en las iniciativas de los sindicatos que no se limitaban a la tradicional práctica salarial y distributiva.   

En el movimiento sindical, la contraofensiva de las organizaciones empresariales –tras las crisis petrolíferas y el inicio de los nuevos procesos de reestructuración--  determinó un enroque defensivo en las trincheras tradicionales de las reivindicaciones salariales y la rápida eliminación de la cultura reivindicativa centrada en la transformación de las condiciones de trabajo y las relaciones de poder en las empresas. De un lado, volvió a prevalecer en las culturas dominantes de las grandes organizaciones sindicales el interclasismo  de origen católico en su versión neocorporativa de la centralización de la negociación y de la participación de los trabajadores en el capital de la empresa; y, de otro lado, una concepción del sindicato como agente salarial, reconducida a una función de tutela del núcleo más protegido de la clase trabajadora. Estos diez años de práctica y de memoria reivindicativa de la defensa de los valores y los derechos de la persona en la prestación concreta del trabajo sólo fueron un paréntesis, y pronto se olvidaron.

Igualmente fue sintomática, en aquellos años, la reacción de las diversas articulaciones de la izquierda política (salvo algunas relevantes excepciones, aunque siempre minoritarias) y de las mismas direcciones de las confederaciones sindicales (al menos en su mayoría) contra la decisión que se tomó en 1970 por los sindicatos metalúrgicos de concretar en los consejos de delegados la estructura sindical unitaria en los centros de trabajo.    

De un lado, se manifestó no por casualidad, la aversión visceral pero lúcida de un movimiento como Lotta Continua en el choque contra el “delegado bidón” que, con su papel en la negociación de las condiciones de trabajo oscurecía  no sólo la primacía de una lucha salarial “a la francesa” sino la misma razón de ser –espontaneísta y vanguardista a la vez— de aquel movimiento. Por otro lado, hubo quien, entre los más rigurosos y prestigiosos exponentes del ala moderada y conservadora del Partido comunista italiano combatió enérgicamente esta deriva de “democratitis”, con el fuerte apoyo de algunos importantes aparatos locales, la supervivencia de las viejas comisiones internas que ya estaban divididas e impotentes. Y también hubo quien, desde el lado opuesto, denunciaba con vehemencia la apropiación burocrática del sindicato de un “fruto espontáneo de la democracia de masas”; éstos buscaban, no demasiado paradójicamente, aliados válidos en los partidos de izquierda y en las confederaciones sindicales: sostenían la necesidad de una rígida diferenciación de los roles del sindicato y los consejos de delegados para evitar que el sindicato se contaminara de una experiencia heterodoxa de una democracia de base que, por otra parte, se esperaba que fuera efímera (19).  

En ninguno de estos caso, por un tipo de impedimento ideológico –ya fuera por una pereza intelectual o por un mero reflejo de “autodefensa”— se retuvo, como digna de atención y reflexión, la “matriz histórica” de lo que será, aunque por un breve periodo, el “sindicato de los consejos”: un cambio del eje reivindicativo y de proyecto de la acción de los trabajadores y del sindicato, ante todo en los centros de trabajo. Con la superación (seguramente aquí tuvieron su peso, también, los movimientos reivindicativos espontáneos) de una tradición meramente distributiva y de “resarcimiento” de los efectos más demoledores del uso unilateral y autoritario de una organización del trabajo, de por sí frecuentemente opresiva y alienante; y con la afirmación de objetivos que --no persiguiendo todavía una transformación radical de dicha organización del trabajo-- contestaban su uso unilateral y discrecional, oponiéndolas a la “rigidez” y certidumbre de la prestación del trabajo, no la invocación de un salario político o el salario como “variable independiente”, sino la persona y su integridad  psicofísica como valores centrales, y desde ahí repensar incluso las formas técnicas de la división del trabajo.

Por las mismas razones no podían, ni siquiera, estar incluidas y ser aceptadas las implicaciones que este nuevo curso de la acción reivindicativa habría comportado para la naturaleza del sindicato como sujeto político y, en un corto periodo, para sus formas de democracia y representación. No podían ser comprendidos ni aceptados los “consejos de delegados” como estructura del sindicato ya que no podían ser admitidos como instrumento legitimado en la respuesta (incluso generacional) de los viejos procesos de decisión y las tendencias centralizadoras de las confederaciones sindicales.

Por ello, en mi opinión --y a propósito del “marxismo de los años setenta” en Italia, que fue objeto de una serie de seminarios y de muchos intentos de reflexión crítica--  se puede hablar de la sensación de una auténtica separación entre, de un lado, la búsqueda teórica, las investigaciones filosófica, sociológica y económica y la doctrina política;  y, de otro lado, la expresión y el devenir del conflicto social.                    

Las reflexiones que venían, no por casualidad, de la cultura radical americana apenas si influyeron en la investigación teórica y política de las fuerzas más significativas de la izquierda italiana. La contribución de Braverman, y las tesis más radicales de Stephen A. Marglin (20), tal vez por su propensión a reconducir sumariamente la afirmación de una división del trabajo cada vez más parcelada y condenada de antemano a una voluntad de dominio de las clases empresariales –sin una real y fundada motivación de orden económico--  reforzaron las convicciones, incluso en las corrientes de la extrema izquierda italiana, que se había consolidado un “sistema de dominio” que ya no podía cuestionarse a través de la simple iniciativa de los asalariados en el interior del centro de trabajo, si no era mediante formas neoluditas de resistencia pasiva, desde la salvaguardia de los secretos profesionales al absentismo e, incluso, el pequeño sabotaje. Y que sólo la introducción, a través de la conquista del Estado, de nuevas reglas de democracia política y de nuevas relaciones de propiedad habría podido, al menos, acelerar un proceso de liberación en el trabajo  y no del trabajo.

Otros, en Europa, empezaron sin embargo a convencerse, incluso tras el despertar de las tesis radicales, del irremediable destino del trabajo industrial a estar sujeto a una organización “militarizada”  y alienante. Y buscaron, como André Gorz,  una salida en la reducción progresiva del tiempo de trabajo (destinado a convertirse en una especie de “tasa” a pagar para el desarrollo general de la sociedad) y en la autorrealización de la persona, fuera del trabajo organizado con otras actividades, comunitarias o individuales, emancipadas de las leyes del mercado (21).       

Por otra parte, es significativo reflexionar sobre el cambio que se operó en la izquierda italiana en los debates de los contenidos específicos que asumió la crisis de las sociedades de socialismo real y de los mensajes que provenían de los países del Este europeo. No sólo a través de las luchas y las revueltas de masas en Polonia y en la Alemania oriental, en Hungría y Checoeslovaquia, y otra vez después  en Polonia; no sólo mediante el retorno de los consejos de delegados (como institución democrática anclada en los centros de trabajo y dictada por la necesidad de recuperar algunas formas de gobierno de la prestación de trabajo) y las primeras experiencias de autogestión de la Primavera de Praga. Sino también por los escritos tan luminosos de los intelectuales polacos, húngaros, checoeslovacos o alemanes, como Rudolf Bahro (22) que redescubrían en el taylorismo, erigido como dogma, la expresión más completa de los caracteres más opresivos del socialismo real.

Es, en verdad, sorprendente que tales mensajes no influyeran en las orientaciones dominantes de la izquierda italiana. Ésta, de hecho, seguía considerando todavía que era prioritario, sobre todo en los países de socialismo real, el problema del máximo desarrollo de las fuerzas productivas, aunque “deseablemente” acompañado de las necesarias “compensaciones” y “correctivos”, mediante una más justa distribución de los recursos y aflojando las formas totalitarias que se expresaba en cada país en la relación entre el partido único y las instituciones.

Así pues, no es casual que –en el marxismo italiano de los años setenta--  las numerosas revisiones críticas del leninismo no consiguieran una íntegra originalidad en lo relativo a las formas de transición al socialismo, que tenía en el pensamiento de  Gramsci su más completa expresión. En aquellos años sus escritos, recogidos en Americanismo y fordismo, indudablemente importantes bajo muchos aspectos, aunque no heterodoxos en su núcleo central (o sea, el análisis apologético del taylorismo, que se asume como una forma necesaria de desarrollo de las fuerzas productivas) fueron un punto firme de referencia del análisis marxista en Italia que en aquellos años fueron todo un redescubrimiento. [Sobre “Americanismo y fordismo”, véase Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores]              
      
    
 En aquellos tiempos, como ya lo he recordado anteriormente, tomó cuerpo una cultura de la organización del trabajo que sometió a una dura crítica los pilares del taylorismo y de las sociologías “motivacionales”  que se inspiraban en dicho modelo. Y no faltaron interesantes tentativas de verificar el fundamento de tal revisión crítica del taylorismo: en concreto, los experimentos de recomposición del trabajo que fue esponsorizado por algunas grandes empresas industriales italianas, públicas y privadas. En aquellos años apareció un reducido círculo de investigadores, estudiosos y científicos sociales con un interés renovado por la literatura americana, francesa, inglesa y alemana que se orientaba a una radical reconsideración del taylorismo. Pero este nuevo “curso” influyó sólo de manera esporádica en la cultura oficial de los partidos de izquierda y no caló, substancialmente, en el corazón de la cultura –o, mejor dicho--  de las culturas marxistas italianas. En todo caso, todo ello fue rápidamente superado y removido.       

De los contenidos reivindicativos específicos y las aportaciones culturales y políticas de este proceso de luchas sociales  no quedaba casi nada, diez años más tarde,  en la memoria de los partidos de la izquierda italiana. E incluso las desordenadas transformaciones que sufrieron, tras 1989, no recuperaron aquellas experiencias y sus mensajes. Contrariamente, desde finales de los años sesenta, la socialdemocracia sueca elaboraba su propia estrategia, incluso legislativa, de la transformación de la organización del trabajo en las actividades productivas y en la participación (no sólo financiera) de los trabajadores y de los sindicatos  en el gobierno de la empresa y de sus inversiones; e, incluso, la socialdemocracia alemana, que ponía la “humanización del trabajo” en el centro de su Programa fundamental (18).

De hecho, este tipo de falsa memoria parece haber removido todas las embarazosas novedades del otoño caliente, reconduciendo las luchas de los años sesenta y de principios de los setenta en el cauce tranquilizador de un proceso redistributivo (alguna que otra vez para criticar sus excesos),  haciendo realmente de los salarios una auténtica irrupción del conflicto social en la política desde los centros de trabajo.

A pesar de todo, en aquellos años, alguien --preocupado por tener una posición más radical en la orientación de la izquierda--  resucitará algunas de las “categorías” más dogmáticas y rituales del leninismo hablando, incluso, del “deseo del comunismo” que se expresaba en las reivindicaciones salariales igualitarias y en las luchas por la eliminación de los viejos sistemas de trabajo a destajo, cuando ya muchas empresas tayloristas, de las más avanzadas, lo habían abandonado. O, con la intención de reproponer una prelación de la política como gestión “ilustrada” del Estado y una “autonomía de lo político” de marca lassalleana en las confrontaciones entre los  rozze  y los sane, alguien --ante estas confrontaciones y revueltas sindicales, siempre acéfalas-- albergó la ilusión de promover, mediante la lucha social, “un nuevo modelo de producir el automóvil” o la superación de la cadena de montaje y el descubrimiento utópico del conflicto para cambiar la organización del trabajo y los poderes en la empresa como una de las vías para imprimir nuevos contenidos a la lucha política en la sociedad civil. Mientras, los que se situaban en posiciones más moderadas u “ortodoxas” se limitaban, verdaderamente, a reasumir la vieja ética socialista del trabajo que, a la espera de su lejana transformación, ennoblecía toda actividad subalterna, incluso las más humildes; y, sin embargo, redescubrían el peligro de un nuevo “pansindicalismo” en las reivindicaciones y en las iniciativas de los sindicatos que no se limitaban a la tradicional práctica salarial y distributiva.   

En el movimiento sindical, la contraofensiva de las organizaciones empresariales –tras las crisis petrolíferas y el inicio de los nuevos procesos de reestructuración--  determinó un enroque defensivo en las trincheras tradicionales de las reivindicaciones salariales y la rápida eliminación de la cultura reivindicativa centrada en la transformación de las condiciones de trabajo y las relaciones de poder en las empresas. De un lado, volvió a prevalecer en las culturas dominantes de las grandes organizaciones sindicales el interclasismo  de origen católico en su versión neocorporativa de la centralización de la negociación y de la participación de los trabajadores en el capital de la empresa; y, de otro lado, una concepción del sindicato como agente salarial, reconducida a una función de tutela del núcleo más protegido de la clase trabajadora. Estos diez años de práctica y de memoria reivindicativa de la defensa de los valores y los derechos de la persona en la prestación concreta del trabajo sólo fueron un paréntesis, y pronto se olvidaron.

Igualmente fue sintomática, en aquellos años, la reacción de las diversas articulaciones de la izquierda política (salvo algunas relevantes excepciones, aunque siempre minoritarias) y de las mismas direcciones de las confederaciones sindicales (al menos en su mayoría) contra la decisión que se tomó en 1970 por los sindicatos metalúrgicos de concretar en los consejos de delegados la estructura sindical unitaria en los centros de trabajo.    

De un lado, se manifestó no por casualidad, la aversión visceral pero lúcida de un movimiento como Lotta Continua en el choque contra el “delegado bidón” que, con su papel en la negociación de las condiciones de trabajo oscurecía  no sólo la primacía de una lucha salarial “a la francesa” sino la misma razón de ser –espontaneísta y vanguardista a la vez— de aquel movimiento. Por otro lado, hubo quien, entre los más rigurosos y prestigiosos exponentes del ala moderada y conservadora del Partido comunista italiano combatió enérgicamente esta deriva de “democratitis”, con el fuerte apoyo de algunos importantes aparatos locales, la supervivencia de las viejas comisiones internas que ya estaban divididas e impotentes. Y también hubo quien, desde el lado opuesto, denunciaba con vehemencia la apropiación burocrática del sindicato de un “fruto espontáneo de la democracia de masas”; éstos buscaban, no demasiado paradójicamente, aliados válidos en los partidos de izquierda y en las confederaciones sindicales: sostenían la necesidad de una rígida diferenciación de los roles del sindicato y los consejos de delegados para evitar que el sindicato se contaminara de una experiencia heterodoxa de una democracia de base que, por otra parte, se esperaba que fuera efímera (19).  

En ninguno de estos caso, por un tipo de impedimento ideológico –ya fuera por una pereza intelectual o por un mero reflejo de “autodefensa”— se retuvo, como digna de atención y reflexión, la “matriz histórica” de lo que será, aunque por un breve periodo, el “sindicato de los consejos”: un cambio del eje reivindicativo y de proyecto de la acción de los trabajadores y del sindicato, ante todo en los centros de trabajo. Con la superación (seguramente aquí tuvieron su peso, también, los movimientos reivindicativos espontáneos) de una tradición meramente distributiva y de “resarcimiento” de los efectos más demoledores del uso unilateral y autoritario de una organización del trabajo, de por sí frecuentemente opresiva y alienante; y con la afirmación de objetivos que --no persiguiendo todavía una transformación radical de dicha organización del trabajo-- contestaban su uso unilateral y discrecional, oponiéndolas a la “rigidez” y certidumbre de la prestación del trabajo, no la invocación de un salario político o el salario como “variable independiente”, sino la persona y su integridad  psicofísica como valores centrales, y desde ahí repensar incluso las formas técnicas de la división del trabajo.

Por las mismas razones no podían, ni siquiera, estar incluidas y ser aceptadas las implicaciones que este nuevo curso de la acción reivindicativa habría comportado para la naturaleza del sindicato como sujeto político y, en un corto periodo, para sus formas de democracia y representación. No podían ser comprendidos ni aceptados los “consejos de delegados” como estructura del sindicato ya que no podían ser admitidos como instrumento legitimado en la respuesta (incluso generacional) de los viejos procesos de decisión y las tendencias centralizadoras de las confederaciones sindicales.

Por ello, en mi opinión --y a propósito del “marxismo de los años setenta” en Italia, que fue objeto de una serie de seminarios y de muchos intentos de reflexión crítica--  se puede hablar de la sensación de una auténtica separación entre, de un lado, la búsqueda teórica, las investigaciones filosófica, sociológica y económica y la doctrina política;  y, de otro lado, la expresión y el devenir del conflicto social.                    

Las reflexiones que venían, no por casualidad, de la cultura radical americana apenas si influyeron en la investigación teórica y política de las fuerzas más significativas de la izquierda italiana. La contribución de Braverman, y las tesis más radicales de Stephen A. Marglin (20), tal vez por su propensión a reconducir sumariamente la afirmación de una división del trabajo cada vez más parcelada y condenada de antemano a una voluntad de dominio de las clases empresariales –sin una real y fundada motivación de orden económico--  reforzaron las convicciones, incluso en las corrientes de la extrema izquierda italiana, que se había consolidado un “sistema de dominio” que ya no podía cuestionarse a través de la simple iniciativa de los asalariados en el interior del centro de trabajo, si no era mediante formas neoluditas de resistencia pasiva, desde la salvaguardia de los secretos profesionales al absentismo e, incluso, el pequeño sabotaje. Y que sólo la introducción, a través de la conquista del Estado, de nuevas reglas de democracia política y de nuevas relaciones de propiedad habría podido, al menos, acelerar un proceso de liberación en el trabajo  y no del trabajo.

Otros, en Europa, empezaron sin embargo a convencerse, incluso tras el despertar de las tesis radicales, del irremediable destino del trabajo industrial a estar sujeto a una organización “militarizada”  y alienante. Y buscaron, como André Gorz,  una salida en la reducción progresiva del tiempo de trabajo (destinado a convertirse en una especie de “tasa” a pagar para el desarrollo general de la sociedad) y en la autorrealización de la persona, fuera del trabajo organizado con otras actividades, comunitarias o individuales, emancipadas de las leyes del mercado (21).      

Por otra parte, es significativo reflexionar sobre el cambio que se operó en la izquierda italiana en los debates de los contenidos específicos que asumió la crisis de las sociedades de socialismo real y de los mensajes que provenían de los países del Este europeo. No sólo a través de las luchas y las revueltas de masas en Polonia y en la Alemania oriental, en Hungría y Checoeslovaquia, y otra vez después  en Polonia; no sólo mediante el retorno de los consejos de delegados (como institución democrática anclada en los centros de trabajo y dictada por la necesidad de recuperar algunas formas de gobierno de la prestación de trabajo) y las primeras experiencias de autogestión de la Primavera de Praga. Sino también por los escritos tan luminosos de los intelectuales polacos, húngaros, checoeslovacos o alemanes, como Rudolf Bahro (22) que redescubrían en el taylorismo, erigido como dogma, la expresión más completa de los caracteres más opresivos del socialismo real.

Es, en verdad, sorprendente que tales mensajes no influyeran en las orientaciones dominantes de la izquierda italiana. Ésta, de hecho, seguía considerando todavía que era prioritario, sobre todo en los países de socialismo real, el problema del máximo desarrollo de las fuerzas productivas, aunque “deseablemente” acompañado de las necesarias “compensaciones” y “correctivos”, mediante una más justa distribución de los recursos y aflojando las formas totalitarias que se expresaba en cada país en la relación entre el partido único y las instituciones.

Así pues, no es casual que –en el marxismo italiano de los años setenta--  las numerosas revisiones críticas del leninismo no consiguieran una íntegra originalidad en lo relativo a las formas de transición al socialismo, que tenía en el pensamiento de  Gramsci su más completa expresión. En aquellos años sus escritos, recogidos en Americanismo y fordismo, indudablemente importantes bajo muchos aspectos, aunque no heterodoxos en su núcleo central (o sea, el análisis apologético del taylorismo, que se asume como una forma necesaria de desarrollo de las fuerzas productivas) fueron un punto firme de referencia del análisis marxista en Italia que en aquellos años fueron todo un redescubrimiento. [Sobre “Americanismo y fordismo”, véase Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores]              
      

NOTAS

    



(15)  Karl Marx. Grundisse, cuaderno VII

(16)  Todavía provoca sorpresa, por ejemplo, que todo el filón de investigación de la sociología francesa --siguiendo la estela de lejanas reflexiones de Émile Durkeim sobre las “formas anómalas” de la división del trabajo como el propuesto por los estudios de Georgeos Freedemann, por no hablar de los escritos de Simene Weil sobre la condición obrera en la fábrica taylorista-- no haya sido nunca metabolizado por las culturas prevalentes de la izquierda italiana.
Véase Simone Weil, La condition ouvriére (escritos entre 1934 y 1942) sobre nuevas formas de opresión del asalariado “en nombre de la función”: Taylor ne recherchait pas une méthode de rationaliser le travail, mais un moyen de contrôl vis a vis des ouvriers; et s´il a trouvé en même temps le moyen de simplifier le travail, ce sont des choses tout a fair différents” (pág 225). Véase Gerorges Freedmann, Où va le travail humaine, Gallimard, 1954; Problémes humanins du machinisme industriel, Gallimard 1955; Le travail en miettes, Gallimard 1956; La puissance et la sájese, Gallimard 1970.
Los más coherentes críticos de una desviación de las luchas sindicales, orientadas a la negociación y a la modificación de la organización del trabajo con respecto a los cánones leninistas de la “primacía de la política”, denunciaron en tiempos más recientes la errónea influencia que esta literatura. Por ejemplo, véase Aris Accornero en Operaismo e sindacato, en Operaismo e centralitá operaia, Actas del Seminario de la sección véneta del Instituto Gramsci, 27 de noviembre de 1977, Editori Riuniti, 1978. Accornero afirma que “ha perjudicado una interpretación de la explotación [no se habla aquí de, estén atentos, de “subordinación o de opresión”, como problema humano del maquinismo industrial más en Simone Weil que en Freedmann donde se entrevé la cara populista del obrerismo católico”.  

(17) Nota del traductor. El autor nos ofrece una amplísima bibliografía de autores y textos que desgraciadamente no han sido traducidos al castellano. Hacemos la excepción de la obra de  Franco Momigliano, publicada por Nova terra.  

(18) Programa fundamental del SPD. 


(19) Véase Bruno Trentin en Il sindacato dei consigli. Editori Riuniti, Toma 1980. 

(20)        Braverman y Marglin en What Do Bosses Do? The Origins and Functions of Hierarchy in Capitalist Production, Harvard University, 1974.

(21) André Gorz. Adieux au proletariat; Metamorphoses du travail. Quête de sens, Editions Galilée, París 1988. 

(22) Rdolf Bahro. L´alternative. Stock, París 1979.