Capítulo
20. TRABAJO Y CIUDADANÍA.
Ha llegado el momento de interrogarnos sobre la
contradicción singular que, desde hace dos siglos, recorre la historia del
pensamiento socialista y del pensamiento reformador, atravesando al mismo
tiempo la historia de los movimientos reales para cambiar el destino de las
clases trabajadoras.
De un lado, la temática de la liberación del trabajo
y, en tiempos más recientes, la acción para cambiar la organización del trabajo
subordinado, han estado casi siempre relegados, en fin de cuentas, a un campo
secundario de la acción política y social. O incluso considerados inactuales en
una fase en la que el imperativo del desarrollo de todas las fuerzas
productivas (incluida la organización “racional del trabajo) sobresalía sobre
todo lo demás, al considerarse que dicho desarrollo era la gallina de los
huevos de oro del Estado providencia y redistribuidor. También eran
considerados, en todo caso, como “periféricos” –y de menor entidad-- con respecto a los que concebían como objetivos
y parámetros de una democracia política. Por lo que, más bien, se ha hablado de
una integración posible –aunque variable en sus contenidos— de democracia
política, democracia económica, democracia social y derechos de “tercera
generación”: los derechos sociales que, metiendo en el mismo saco, la
asistencia, la previsión y los derechos
individuales fundamentales –como el derecho a la formación y a la
información-- eran derechos de
ciudadanía, necesariamente dependientes, para su ejercicio, de los recursos
económicos variables de la colectividad
y de las opciones cambiantes de la política a nivel de Estado.
Por otro lado, a partir de esta temática,
considerada periférica por las ideologías dominantes de los movimientos
reformadores, se ha desarrollado de manera recurrente una áspera controversia
en el seno de dichos movimientos; una lucha sin exclusión de culpa, que ha
desembocado rápidamente en el conflicto
entre “estatalismo” y reforma de la sociedad civil, entre derechos individuales
y poder de las burocracias, entre libertad sin adjetivos y derivas autoritarias
del Estado.
En el origen de esta contradicción está
probablemente el hecho de que, aunque gran parte del movimiento
“reformador” --el de los primeros
demócratas y los primeros socialistas--
partía del reconocimiento (en sus diversas formas de opresión del
trabajo humano) de la esclavitud del trabajo asalariado, la primera raíz de la
falta de libertad de la persona, la negación de la identidad del hombre es el
origen de las desigualdades no naturales
entre los humanos. Fue una intuición de gran alcance para reconsiderar la relación entre los hombres en el trabajo y en
la vida cotidiana, aunque se resignó a situar la conquista de la libertad del
trabajo como el fin último del
proceso de emancipación, como la última frontera de la democracia. Los más
aguerridos se orientaron a utopías milenaristas, facilonas e improvisadas, para
superar la división social del trabajo (el hombre cazador, artesano y artista
al mismo tiempo, o en la “cocina” como gobierno de un Estado “administrador de
las cosas”, tras la extinción del Estado político) con tal de dejar íntegra la
hipótesis de ya larga tradición, que confiaba en los poderes autoritarios de un
ilustrado Estado planificador, encargado de calmar o resarcir los sufrimientos
y la falta de libertad de la persona que trabaja bajo la decisión discrecional
de otros.
Por esta razón, la lucha por la emancipación de la
clase trabajadora se detuvo no tanto --¡entiéndase bien!— ante las relaciones
de propiedad como ante la naturaleza “privada”, extra moenia [ante las murallas], de las relaciones de trabajo, de
gobernantes y gobernados en los centros de trabajo, considerados parte
integrante e inseparable de las fuerzas de producción y del proceso de
producción de riqueza.
O, por lo menos, fue de esa manera para la parte
“triunfante” de las ideologías socialistas y reformadoras.
Y, al mismo tiempo, la búsqueda de los liberales y
de los demócratas para la ampliación de las fronteras de la democracia política
hasta superar el derecho de censo y poner en tela de juicio la primacía del
derecho de propiedad, se detuvo generalmente en los umbrales de la sociedad
civil y de los centros “privados” de trabajo, que era donde desarrollaba una
grandísima parte de la humanidad un trabajo de tipo subordinado y subalterno.
Los filósofos griegos, los padres de la “libertad de
los antiguos”, captaron ciertamente toda la dimensión del problema --para ellos
desestabilizadora-- de cualquier forma posible de una solución radical que
viniese de la redefinición de las relaciones de poder en el trabajo subordinado
y del reconocimiento de los derechos específicos de las personas sujetas a un
trabajo subordinado para garantizar la posibilidad de contribuir a determinar
la calidad y cantidad de la prestación
laboral. Por esto construyeron la “polis” como esfera de libertad pública
diferenciándola rigurosamente de la esfera privada, de la esfera del “dominio
privado”. La polis como reino de la
igualdad entre ciudadanos en contraposición a la vida familiar y a la esfera
privada como “centro de la más rígida desigualdad” (Anna Haredt). Por esta
razón Aristóteles identificaba la libertad con plena independencia “de las
necesidades de la vida y de las relaciones que ellas originaban”. Y excluía de
la esfera de la polis y de la libertad pública “no sólo el trabajo que definía
la existencia del esclavo, totalmente condicionado por la necesidad de
sobrevivir y por el dominio del patrón, sino también el trabajo del artesano y la
actividad del mercader”.
Con mucho rigor Kant, que captaba con lucidez la
peculiaridad y la íntima contradicción que refleja el “contrato” de trabajo
subordinado, libremente pactado en el mercado de las mercancías pero basado en
la “violencia” en el uso del tiempo
vendido y de la persona que encarna ese tiempo, prefería excluir
deliberadamente (¿esperando tiempos mejores?) del derecho de ciudadanía al sujeto de tal contrato, confinando su
“estatuto” en la esfera del derecho privado. Esto era así porque el
reconocimiento de los derechos públicamente tutelados al trabajador asalariado
(y no sólo, como preveía Kant al dependiente del Estado) habría comportado
poner en tela de juicio de los mismos términos del contrato y la relación entre
violencia y dominio (Gewalt) que
constituye su peculiaridad de cambiar,
que está en contradicción con la libertad del trabajador asalariado de intercambiar
su propio trabajo con una retribución.
Ahí se detuvo Kant poniendo, tal vez por realismo,
el límite que el concepto de ciudadanía tenía
en el siglo XVIII. No obstante se detenía con la consciencia de encontrarse
ante una contradicción y un problema abierto. Porque introducir en la relación
del trabajo subordinado asalariado la determinación de los derechos precisos que
atestiguan, no una contradicción de compraventa sino la “independencia”, al
menos parcial, usando la terminología de Kant, del trabajador salariado,
implicaba introducir el principio de ciudadanía en el interior de aquella
polis, respaldada por las relaciones privadas entre las personas, que es el
lugar donde se organiza se y dirige el trabajo subordinado. Dicha contradicción
conceptual y material distingue el contrato del trabajo subordinado marcará la
negociación colectiva, el derecho civil y el derecho del trabajo hasta nuestros
días.
De un lado, el derecho civil –no sólo Ricardo y
Marx— considerará el trabajo (la fuerza de trabajo para Marx) como una mercancía libremente intercambiable en
el mercado en una relación de compraventa que certifica la libertad de la
persona y el derecho de propiedad. Esta fuerza de trabajo podrá ser definida,
calculada y descompuesta como “trabajo
abstracto”
con una ficción económica y jurídica –tal como sostiene Polanyi-- que es útil, no sólo para una disertación
económica, como es el caso de Marx, sino también para legitimar la organización
parcelada de la prestación de trabajo concreto: el taylorismo será, a
continuación, construido bajo el presupuesto de la descomponibilidad
cuantitativa y el cálculo minucioso de toda unidad de trabajo abstracto. Por
otro lado, el adquiriente de un trabajo abstracto –delimitado solamente por la
duración de la prestación y bajo unas condiciones de relativa estabilidad de la
relación de trabajo— toma posesión, al mismo tiempo, de una persona concreta (y, en cuanto tal,
irreducible a una descomponibilidad cuantitativa) adquiriendo la facultad de
someterla a su indiscriminado dominio. No por casualidad Kant ponía como
condición que no estuviese delimitado en el tiempo, que en ningún caso durase
toda la vida, con el fin de que la relación de trabajo subordinado no se
convirtiera en una condición de servidumbre.
Por esta razón tanto el derecho civil como el
derecho del trabajo en los países latinos y en los germánicos oscilarán entre
una definición del contrato de trabajo asalariado que los sitúa entre los
contratos de intercambio, de compraventa y en otra de origen corporativo que,
sin embargo, los relaciona con el derecho de las personas y el derecho
comunitario con la noción de subordinación personal. De esa forma se
encontrarán aprisionadas por las dos caras que asume el trabajo en la relación
del salariado: “la del trabajo como bien intercambiable y como objeto de derecho y el trabajador como
persona, como sujeto de derecho.
Sin embargo, cuando se inicia la lucha de los
reformadores para obtener el reconocimiento incluso para el trabajador
salariado sin propiedad y después para las mujeres (otro sujeto que ha sido
relegado a “lo privado”) de una “independencia” no ya sólo económica sino
social y política; en el momento en que se completan los primeros pasos hacia
el sufragio universal sin obligación de censo; en el momento en que, a mitad
del siglo XIX, incluso la compraventa de la jornada de trabajo se convierte,
cada vez más, en una controversia y en negociación colectiva –y algunos de sus
contenidos están sujetos a las reglas universales de la legislación pública de
tutela a la persona (sobre la
duración del trabajo, la edad y el sexo de los trabajadores asalariados, la
condición material de la prestación de trabajo) … entonces es cuando surge algo
que ya no se puede dejar de lado: el dramático problema de la “libertad diferente”
del trabajador subordinado. Y se transforma en contradicción real, conflictual,
aquello que en un tiempo parecía ser solamente una contradicción “filosófica”,
conceptual: la contradicción explosiva entre un trabajador ciudadano,
habilitado para el gobierno de la ciudad, pero privado (por los hombres, no por
la naturaleza) de derecho de buscar también
en el trabajo su auto realización y conseguir su propia independencia,
participando en las decisiones que se toman en el centro de trabajo; del
derecho de ser informado, consultado y habilitado para expresarse sobre las
decisiones que se refieren a su trabajo. Y el ejercicio efectivo de tales
derechos pone inmediatamente la exigencia de reunificar en el trabajo lo que
había estado separado por un muro infranqueable: el conocimiento y la
ejecución; el trabajo y sus instrumentos, ante todo en términos de saber; el
trabajo y la actividad creativa.
Aquí no se trata de la tradicional contradicción
marxiana entre derechos formales (y, por ello, necesariamente
desiguales) y derechos reales, o sea,
los que podrían ser efectivamente gozados con la superación de la explotación
mediante la radical modificación de las relaciones de propiedad. Se trata de
otra contradicción que atraviesa también la cultura de la democracia y del
socialismo; y que recorre, como ya lo hemos visto, la misma investigación de
Marx y las diversas ideologías “marxistas” que surgieron después de Marx. Es la
contradicción entre derechos formales reconocidos al ciudadano en el gobierno
de la Ciudad y
los derechos formales negados al trabajador asalariado en el gobierno de su
propio trabajo. De ahí que, permaneciendo dicha contradicción, la lucha de los
movimientos reformadores (socialistas o solamente democráticos) para garantizar
mayores recursos (provisions) en el
ejercicio de determinados derechos “de ciudadanía” resulta, de entrada, basada
en la desigualdad en términos de derechos y oportunidades entre la persona que
interviene en la esfera pública, la polis,
y la persona sometida a una relación de subordinación en la esfera privada: la
familia, en la asociación o en la empresa.
Mientras –como afirmaba un
jurista francés, Georges
Ripert, en los años cincuenta--
es necesario reconocer que “el trabajo es el mismo hombre en su cuerpo y
espíritu, y ello no es el objeto posible de un contrato de derecho privado”.
En realidad, la acción
sindical, la legislación social y la jurisprudencia desde finales del siglo
XIX, han intentado conciliar de alguna manera, la tutela de la persona que trabaja,
como sujeto de derechos, con la compraventa de la mercancía-trabajo que asegura
a su adquiriente un derecho de mando sobre la persona misma; compatibilizar, de
alguna manera, la contradicción entre libertad y subordinación. Será a través
de la afirmación de los derechos colectivos –en primer lugar, del derecho a la
negociación colectiva-- donde las
fuerzas reformadores intentaron salir del vínculo ciego de la sumisión
voluntaria del trabajador que sancionaba el derecho de compraventa de la fuerza
de trabajo. Ciertamente, por esa vía se redujo el espacio de arbitrariedad y
discrecionalidad que tenía el contrato individual de la compraventa. Aunque también
se redujo y quedó delimitado el territorio donde queda intacto el dominio de la
jerarquía de la empresa sobre el trabajador. Fueron conquistas de gran valor.
Pero tales conquistas no se
han traducido, en la generalidad de los casos, en una nueva generación de
derechos individuales, y no han mellado, en esencia, el poder discrecional del dador de trabajo en la determinación del
objeto del trabajo y las reglas que,
de vez en cuando, estaban presentes en la manifestación de la relación de
subordinación de la concreta prestación del trabajo.
La libertad de asociación,
asamblea e información se fueron consolidando también en el interior del
recinto de la fábrica en la segunda mitad del siglo XX. Y, con anterioridad, el derecho a una tarea
que se corresponda con la cualificación reconocida; el derecho a negociar o a
determinar por vía legislativa la delimitación del horario de trabajo y las
condiciones mínimas de salubridad y seguridad en el trabajo. Pero el área donde
se desarrolla directamente la prestación del trabajo subordinado y donde, con
la organización del trabajo, se ejerce el dominio sobre el trabajador
asalariado, el área donde se determina
el objeto concreto del trabajo ha quedado, hasta la presente, excluida –al
menos en la mayoría de los casos-- de
cualquier forma de negociación colectiva como, por ejemplo, la formalización de
derechos inherentes a la persona-trabajador. Ha quedado en un área que está
confinada en el derecho privado, en la que están “suspendidos” los derechos de
ciudadanía.
En la medida en que esta
contradicción entre trabajo mercantilizado y persona, como sujeto de derechos,
es cada vez más lacerante en la realidad cotidiana y no sólo conceptualmente;
en la medida en que ella genera conflictos cada vez más agudos en la esfera de
la producción de bienes y valores; y en el momento que determina una sobrecarga
cada vez mayor de demanda en la esfera de la distribución y una continuada
desestabilización del ordenamiento social, la cuestión de la “libertad” en el
trabajo, se convierte en la libertad tout
court. Y la cuestión de la “democracia industrial” –es decir, la relación
entre gobernantes y gobernados-- deviene
la cuestión dirimente para el futuro de la democracia sin adjetivos.
En otras palabras, la
libertad en la época moderna se ha convertido en la cuestión de la reunificación
ante todo, en términos de derechos y oportunidades-- del trabajo y de sus
instrumentos de conocimiento y decisión. El imperativo de las formas modernas
de democracia –“conocer para poder participar en las decisiones”-- es irrealizable si no coincide cada vez más
con la afirmación de nuevas formas de democracia en el trabajo que sea capaz de liberar las potencialidades
creadoras, de reunificación tendencial del trabajo, la obra y la actividad.
La posibilidad de
reconstruir una ligazón, una continuidad, entre estos diversos momentos de la
actividad humana y de reconstruir dicho ligamen, ante todo en el trabajo
subordinado, depende cada vez más de la posibilidad de poner en marcha una
iniciativa consciente orientada a reducir las formas de opresión y
discrecionalidad que cargan sobre todas las formas del trabajo
heterodidirigido. La posibilidad de encontrar, en cualquier tipo de trabajo, la
oportunidad de realizar un “proyecto personal” está inextricablemente
ligado a la conquista, siempre, de
nuevos espacios de libertad y participación en las decisiones para someter a un
control efectivo todas las formas de heterodirección.
Esta prioridad estratégica
de una auténtica reforma de la sociedad civil es cada vez más imperiosa en la
presente fase cuando asistimos a profundas transformaciones del trabajo en
todas sus formas (que todavía están abiertas a las salidas más diversas) y
cuando vemos, sobre todo en la “periferia” del sistema industrial, que se
cuestionan las barreras que separaban rígidamente el trabajo ejecutivo del
trabajo creativo, el trabajo asalariado del trabajo autónomo, el trabajo
“abstracto” de la prestación personalizada. Precisamente cuando la exigencia de
definir los espacios de libertad, creatividad y auto realización de la persona
no se identifica solamente con la categoría tradicional del trabajo asalariado
pero se encarna cada vez más en todas las formas de trabajo y actividad.
En todo caso, es ante todo
el contrato de trabajo subordinado el que entre en una crisis irreversible con
el peso ya insostenible de su contradicción originaria, cuando el impacto de la
nueva revolución industrial, basada en las tecnologías de la información y las
comunicaciones, determina el declive del sistema fordista y comienza a
cuestionar las formas tayloristas de la organización del trabajo que han sido
su “corazón”.
Esta crisis se manifiesta en
dos vertientes. En primer lugar, el bajón de la posibilidad de recurrir a la
ficción económica y jurídica del trabajo
abstracto, como unidad de cuenta que permitía tanto la compraventa de la
mercancía-trabajo como la organización fragmentada –aunque a menudo más
convencional que real-- del trabajo
subordinado, hace emerger la persona
concreta del trabajador, como sujeto
de la relación de trabajo incluso dentro de la relación del trabajo subordinado, y tras el acto de compraventa: un sujeto
de derechos sin derechos, al menos en lo referente a la determinación de las
condiciones que deben efectuarse en su trabajo concreto. En segundo lugar, la venida a menos de una condición
fundamental, bajo la cual –en la mayoría de los casos-- se efectuaba el intercambio entre un salario,
capaz de asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo y la disponibilidad
de la persona que encarnaba dicha fuerza de trabajo durante un periodo de
tiempo determinado. Es decir, la relativa estabilidad de la relación de trabajo
–o, al menos, la indeterminación efectiva de su duración.
En este punto, cuando la
flexibilidad creciente de la prestación de trabajo – en su calidad, sus tiempos
y su duración-- pone fin a una de las
condiciones de dicho intercambio anómalo, la cuestión del objeto de trabajo, de la obra a realizar y de las nuevas certezas
que, en términos de la calidad del trabajo pueden sustituir las certezas que
ofrece la duración indeterminada de la relación del trabajo, adquieren una
importancia central. Y su resolución es la condición de supervivencia de un
contrato de trabajo que no vuelva a ser una relación de tipo servil. De ahí que
surja la exigencia de definir los derechos –en primer lugar, los individuales,
aunque deben ejercerse colectivamente--
que pueden, no tanto aumentar las contrapartidas, los resarcimientos
salariales y “sociales” del trabajo de duración indeterminada, del trabajo a
término, como permitir a la persona concreta que se exprese a través de cualquier
tipo de trabajo y participe en las decisiones que definen dicho trabajo con sus
requisitos y sus vínculos.
La libertad y la auto
realización de la persona, en todas las formas de trabajo y actividad donde se
pone a prueba un proyecto personal que define la identidad de un individuo que
vive en comunidad, aparecen –hoy más que ayer--
como el cemento posible de un nuevo contrato social que conjure la
guerra de corporaciones en un conflicto distributivo cada vez más recluido en
estrechos confines determinados por vínculos externos que influyen en las
economías nacionales.
En el pasado, ante dicho
desafío –en esto y no en otra cosa consiste la reconstrucción de una relación
dialéctica entre Estado y sociedad civil, entre política y economía, volviendo a
descubrir el espesor de la historia de la sociedad civil que a menudo ha
procedido de un modo autónomo y disociado de la historia de los Estados y de la
historia de la ciudadanía política-- las
fuerzas reformadoras radicales, los movimientos socialistas se han dividido de
manera dramática. No tanto sobre los medios que después se convirtieron en “fines” sino sobre el fin explícito que, de vez en cuando, era
posible alcanzar.
Se han dividido entre, de un
lado, la búsqueda (en primer lugar, en el campo de los derechos individuales y
en los de la educación y la formación) de una igualdad progresiva de las
oportunidades, incluso en la relación de trabajo que nunca sustituía la acción
individual y colectiva de quien, en el tiempo, pierde la independencia y la
dignidad, y busque reconquistarla; y, de otro lado, la búsqueda de la
realización, fuera del trabajo, de la
máxima felicidad posible (no de la libertad) del trabajador
subordinado, interpretando las necesidades alienadas que ello expresa más allá
de su relación subordinada, para poder compensar sus efectos negativos.
Naturalmente sobre la base de los cambiantes criterios establecidos por las
clases dominantes, asumiendo que el Estado
(y no la sociedad civil) es la
única sede de las decisiones que pueden ser tomadas para el bienestar de una
comunidad mutilada.
La separación que se
determina en las filosofías y experiencias concretas de las fuerzas
reformadoras –desde los años de la Revolución francesa-- ha sido entre, de un lado, la conquista y
experimentación, aquí y ahora, de nuevos espacios de libertad, ante todo en el
trabajo, promoviendo incluso con la intervención legislativa del Estado el
posible ejercicio de derechos individuales y colectivos orientados a ampliar
las oportunidades libremente elegidas cuestionando los equilibrios de poder
(antes que las relaciones de propiedad) que se concretan con el monopolio de la
decisión, el uso de los medios de producción y los instrumentos del saber; y,
de otro lado, la persecución de una imposible igualdad “de los puntos de
llegada” (como querían los levellers
ingleses, los sans
culottes franceses o quienes, más tarde se convirtieron en
recurrentes profetas de un igualitarismo salarial) orientada a compensar de
alguna manera la dificultad de alcanzar el reconocimiento y legitimación de los
derechos al conocimiento y a la decisión en la relación del trabajo subordinado
y heterodirigido.
Es
el conflicto que transpira entre el Robespierre de la abolición del “censo”, el
Robespierre del derecho universal de ciudadanía, de la libertad de asociación y
el Robespierre de la abolición de las corporaciones del trabajo subordinado, de
la Diosa Razón
y la fiesta del Ser Supremo.
Es
el conflicto entre las ideas de Nicolas
de Condorcet sobre el
papel liberador de la instrucción pública, la descentralización del Estado, la
abolición de toda discriminación de sexo, etnia, religión, estatus entre los
ciudadanos y la opción de Robespierre en defensa de un poder centralizado del
Estado (contra cualquier hipótesis de federalismo) y de su prerrogativa de
representar de manera exclusiva y expresar el “bien supremo” de la nación.
Es
el conflicto que permanece entre el Marx que, a partir del análisis de las
relaciones de opresión que permiten la alienación y la fragmentación del
trabajo, reenvía sin mediaciones a cuando el trabajo sea “el primer deseo de la
vida”, es decir, cuando sea superada la división, social y técnica, del
trabajo, y el Marx que confía en “el Estado de la dictadura del proletariado”
la tarea preliminar de modificar las
relaciones de propiedad y superar la “explotación” a través de la socialización
de los procesos distributivos.
Es
el conflicto entre cuantos, desde Lassalle a Kaustky y Lenin, extraen de la
ambigüedad de Marx la convicción de que
el socialismo pasa, ante todo, por la ocupación del Estado y por la
intervención, más o menos radical, de ello en la esfera distributiva, dejando
no obstante intactos las relaciones entre gobernantes y gobernados en los
centros de producción, y aquellos que –incluso en nuestros días-- intentan recuperar la actualidad y la
inmediatez de la conquista (aunque gradualmente) de la liberación del trabajo
que Marx aplaza en una lógica gradualista equívoca y, a menudo, errónea en la
fase superior de la sociedad comunista; y que, sin embargo, “vive como
voluntad, como esperanza, como utopía concreta en las acciones y en las
fantasías de los hombres de hoy” [Ver Oskar Negt La logica specifica del periodo di transizione. Sull´attualità delle
Glosse marginali al programma di Gotha].
De
hecho, para estos últimos, el conflicto entre gobernantes y gobernados nace, en
primer lugar, allí donde se desarrolla
la relación de trabajo subordinado, donde se han prefigurado las formas de
organización del Estado y su burocaracia “racionalizada”.
Como se ha visto, ha prevalecido hasta ahora en la
cultura democrática y socialista una concepción de la democracia y del Estado
que “evita” el nudo de la producción y del trabajo para afirmar la primacía
(exclusiva) de la cuestión distributiva. También por esta razón las fronteras
de la democracia y de los derechos de los ciudadanos se han detenido en las
puertas de la empresa, en el corazón de la separación entre gobernantes y
gobernados.
Sin embargo, el destino de los movimientos más
radicales que querían intervenir, a través de un cambio de las relaciones de
propiedad y de la transformación de los sistemas de distribución, de una
modificación de las relaciones de poder en la sociedad –confiando en la
ocupación del Estado la única posibilidad de cambiar las condiciones de
“bienestar”, al menos para los más desfavorecidos— fue el de acercarse al
Estado “paternal” de los déspotas moralistas que Kant ya denunciaba: en el
Estado que se arroga el derecho de concretar los cánones de la felicidad de los
individuos, liquidando el derecho de la búsqueda de la personalidad de cada
cual; en el Estado jacobino de la “dictadura del proletariado”, ya fuera
realizado como Estado centralizado tipo soviético o ya fuera imaginado como
“Estado consejista”. (De hecho, incluso en el Estado de los consejos que
propugnaban Pannekoek y otros, hay una
estructura única, aunque articulada y descentralizada a nivel de fábrica, que
gobierna en nombre de los productores
y de sus intereses sin reconocerles –a ellos y a los otros ciudadanos-- unos derechos individuales específicos,
inalienables y no delegables de alcance universal. También en el Estado
“piramidal” de los consejos, que habría debido sustituir toda forma de
democracia representativa, la libertad y la democracia se detuvieron ante el
trabajo heterodigido y a su organización).
De esta manera, la separación –en una indeterminada
“edad de oro”-- de toda forma de
división del trabajo, de toda forma de jerarquía, de todo tipo de relación
entre gobernantes y gobernados en los centros de trabajo con la extinción del
Estado y la política que, con mucha superficialidad, se había imaginado en
términos de pura coherencia filosófica y que no se correspondía, ni siquiera en
la época de Marx, al mundo de las cosas históricamente posibles, se convirtió
en la gran coartada para legitimar, en la “larga fase de transición” la
primacía del Estado y del partido-Estado, la primacía de la política como arte
del gobierno del Estado. Y para cancelar y combatir todo intento de cambiar
–aunque fuera gradualmente en la búsqueda de una solución “no escrita en la
historia-- las relaciones de poder y
libertad en los centros de trabajo; y para conciliar las formas necesarias de
división del trabajo y las responsabilidades tanto en el gobierno de la fábrica
como en el de la sociedad, con las formas posibles de recomposición,
reunificación y participación de los gobernados en la formación de las
decisiones de los gobernantes.
De ese modo, el conjunto de los movimientos
reformadores se encontraron ante una alternativa: entre acercarse al despotismo
y ver, más tarde o más temprano, atropellados sus experimentos por la rebelión
libertaria de los mismos trabajadores o ignorar, incluso en los regímenes
democráticos, los confines cada vez más relevantes de un mecanismo distributivo
que entra en conflicto con los límites humanos y ecológicos de un desarrollo no
gobernado y de una organización de la producción sin reglas compartidas.
En el fondo, la controversia que ha lacerado
dramáticamente al movimiento socialista y las fuerzas reformadoras no era, como
sostenía Kelsen, entre la “neutralidad” del Estado, como máquina del gobierno
de la sociedad civil y su “necesaria extinción”, sino entre un Estado que se
arroga la primacía de la trasformación de las relaciones sociales y la
distribución óptima de los recursos entre los individuos, incluso con el coste
de conculcar los que han sido sentidos por la sociedad civil como derechos
universales de ciudadanía y la formación gradual de un Estado que se convierta
en la expresión consciente de la sociedad, demostrando ser capaz, cada vez más,
de promover derechos y oportunidades para favorecer la búsqueda de la auto
realización de la persona, ante todo en el trabajo, si este sigue siendo un
factor decisivo de creación de identidad de los individuos.
La remoción de la irreducible cuestión de la
libertad y la cualidad del trabajo –en una concepción ilustrada de la
intervención del Estado y de la autonomía de la política con respecto a las
transformaciones de la sociedad civil--
ha coincidido no casualmente con la obsesión, en las tradiciones de la
izquierda occidental, del objetivo de promover nuevos derechos individuales
como punto de referencia esencial de la acción colectiva y primer factor de
solidaridad.
Se ha observado justamente cómo ha prevalecido en la
izquierda italiana (y no sólo italiana) incluso en las décadas recientes (tras
el abandono del mito catártico de la propiedad pública de los medios de
producción) “la idea del Estado como lugar donde, de un modo más o menos
autoritario, se determina el gobierno total de la sociedad”. Y cómo, sin
embargo, se ha mantenido una concepción marginal del Estado como legitimación
de la auto organización social”. De hecho, de ahí nacen el progresivo
oscurecimiento de los derechos fundamentales, individuales y colectivos, como
estructura de un nuevo proyecto de solidaridad (en el momento en que el viejo
compromiso social acaba siendo puesto boca abajo por las transformaciones
gigantescas de la economía y de los mercados de trabajo) y el repliegue de la
política hacia unas ingenierías institucionales enrocadas en el Estado,
ignorando la impelente necesidad de una auténtica reforma institucional, de sus
expresiones asociativas, de sus formas de representación y participación en las
decisiones de una organización descentralizada del Estado.
Volver al centro de una estrategia reformadora con
una Carta de los derechos, de los valores comunes y la acción colectiva, en la
sociedad y en el Estado, para promover e implementar el ejercicio de tales
derechos, para experimentar las implicaciones sobre unas reglas no escritas de
la convivencia civil, quiere decir, ineluctablemente en este caso, establecer una redefinición de los derechos,
de las responsabilidades, de los espacios de libertad de tutelar, en todas las
formas del trabajo subordinado y heterodigido y en toda la gama de las
actividades humanas donde maduran las relaciones primordiales de las personas,
la misma organización y legitimación del Estado.
Con la crisis definitivamente manifiesta de los
procesos de racionalización y de la organización del trabajo y de los saberes,
que ha afectado a una gran parte de las naciones industriales durante el siglo
XX, la libertad del trabajo –conculcada durante tanto tiempo por las ideologías
dominantes de los movimientos reformadores--
vuelve a emerger, como una cuestión fundamental de las democracias
modernas. Vuelve a emerger como el verdadero nudo que se debe deshacer para
superar la “democracia bloqueada”. Cuando ésta, especialmente porque no ha
sabido afrontar la cuestión primordial de la libertad del trabajo, está
destinada a soportar una sobrecarga creciente de demandas, que una política
puramente redistributiva ya no puede satisfacer, corre el peligro de plegarse a
las tentaciones de una selección autoritaria y de “gobierno” de los procesos de
exclusión que alimentan tales
contradicciones.
No estamos ante “el fin del trabajo” como sostienen
cíclicamente unos profetas improvisados, que están condenados a volver a
proponer soluciones totalitarias de pérdida del trabajo, incluso si sus
transformaciones tienden a convertirlas cada vez más en abstractas e
impracticables [Véase Jeremy Rifkin, El
fin del trabajo (Paidós)]. Estamos,
más bien, ante unos profundos cambios del trabajo y de sus formas que exigen
una reelaboración radical de sus tutelas, de sus reglas, de sus derechos so
pena de una regresión general no tanto en el empleo a corto plazo sino de las
reglas de la convivencia civil y de un ordenamiento democrático construido a
partir del reconocimiento de los derechos individuales fundamentales,
indisponibles e indivisibles.
Ante tales transformaciones y al desgaste de los
viejos sistemas de organización de la producción y del trabajo, de hecho, no
puede constituir una vía de salida a esta crisis de civilización (o una vía de
salida deseable en términos de desarrollo de la democracia, una vez admitido
que sea practicable) un acercamiento a la cuestión del trabajo que parta de la
vieja separación, heredada del sistema taylorista y fordista, entre defensa o
creación del empleo y conquista de nuevos derechos y nuevas reglas de tutela y
promoción de todas las formas del trabajo. Separar, como es costumbre –incluso
por comodidad expositiva-- en las terapias del desempleo la temática del
empleo ante las nuevas tecnologías de los nuevos contenidos se convierte en la
cuestión central del trabajo realizado,
de su “sentido”, de su poder ser “escogido” (y de su posible liberación),
quiere decir estar condenados a volver a proponer un planteamiento meramente
distributivo y compensatorio que la izquierda siempre ha practicado, con éxitos
alternos, durante más de un siglo, ante un escenario que ha cambiado
profundamente y cada vez más impermeable a estas viejas recetas.
Así aparecen esas recetas que traducen en términos
fordistas las históricas reivindicaciones de la reducción del horario de
trabajo y de una gestión colectiva del tiempo de trabajo formulando proyectos
totalizantes de reparto del empleo: “trabajar menos para que trabajen todos”.
Como si estuviésemos aun en el siglo en el que el trabajo abstracto de Marx
reflejaba la contradicción de fungibilidad y descomposición que caracterizaba
al trabajador concreto, al menos el de una gran masa de trabajadores. Como si
las formas y contenidos del trabajo no tendieran cada vez más a articularse y
diferenciarse desde el punto de vista profesional, de la formación de
competencias, de la autonomía de las decisiones, de la duración y recurrencia
de las prestaciones. Como si el trabajo fuese todavía reducible sólo a una
mercancía, a un trabajo abstracto que
se objetiva en un salario, y no fuese también –y cada vez más, para bien y para
mal-- la subjetividad de la persona
humana “tal como se manifiesta a través de sus obras, su actividad y su
capacidad de vivir socialmente”.
Establecer la separación, de un lado, entre la
cuestión del horario de trabajo, de los tiempos de trabajo y de vida fuera del
trabajo, y, de otro lado, los contenidos del mismo trabajo, prescindiendo de
las transformaciones en curso de la organización del trabajo y, sobre todo, de
las que son posibles, y no teniendo en cuenta los espacios de auto realización
en el trabajo que una nueva división técnica del trabajo hace posible en las
actuales condiciones, no constituye solamente una fatiga de Sísifo destinada a
la derrota también en la consciencia de tantos trabajadores que no pueden
encontrar en esta receta un motivo de solidaridad ante o nuevo que les
preocupa. Quiere decir instalarse en un análisis basado en categorías y
criterios totalmente superados por las transformaciones en curso de las últimas
décadas, recayendo por tanto en las viejas tentaciones de remover la cuestión
de la libertad del trabajo, del trabajo como fuente de un nuevo derecho de
ciudadanía, que ha sido en mi opinión la antigua maldición de la izquierda y
una de las razones principales de sus derrotas pasadas y, hoy, de su crisis de
identidad.
Se podría seguir un razonamiento análogo, a
propósito de las diversas formas, cansinamente repetidas desde hace cincuenta
años, sobre la “renta de ciudadanía”. Que está relacionada, o no, con la
reducción radical, generalizada y simultánea del tiempo de trabajo.
Prescindiendo de sus costes, probablemente insostenibles para la colectividad,
y de sus efectos de “exclusión resarcida” por
el mercado de trabajo, difícilmente contestables, este tipo de terapia del
desempleo y la pobreza (dando por descontado, en cuanto inevitablemente
coexistenciales en las sociedades de la tercera revolución industrial), vuelve
a proponer y sufre, al mismo tiempo, una dicotomía entre trabajo y no trabajo y
otras formas de actividad que han condenado y siguen condenando a millones de
personas a una búsqueda ilusoria, fuera del trabajo, de identidad y de sentido,
perdidos en el trabajo. Como si no
hubiesen dejado ninguna huella la búsqueda, las reflexiones, las batallas de
tantos militantes sobre la necesidad de reencontrar en el trabajo el sentido,
la razón de un tiempo liberado que debe
convertirse todavía en “tiempo
libre” para muchos.
Más todavía, en lo referente al desarrollo y la
promoción de una economía del “tercer sector” que es el resultado posible de una transformación de una
transformación del welfare state, también impuesta por una crisis fiscal
profunda y, sobre todo, por una crisis de solidaridad y siempre abierta a unas
salidas diversas y discriminadoras. Lo que principalmente falta es una
iniciativa reformadora de la izquierda que, superando las viejas y ya
mistificadoras agregaciones corporativas, personalice
cada vez más los servicios de la colectividad, incentive todas las formas del
trabajo y actividad y unifique –sobre la base de los derechos-- la reglamentación de todas las formas de
trabajo desde la fábrica tradicional al “tercer sector”.
¿Cómo imaginar --sin renunciar de partida a un
proyecto de liberación y a toda forma de representación del mundo del trabajo
en transformación-- una sociedad
solidaria, del voluntariado, del trabajo de servicio como acto creativo, si
queda reducida a un puro remedio de
resarcimiento del “fin del trabajo” como compensación a la caída del empleo,
como pura sustitución de actividades “abstractas”, a veces no cualificadas y
poco remuneradas, al “trabajo abstracto” que desaparece en la gran industria y
en los servicios? ¿Y cómo conjurar –haciendo incluso del tercer sector un
elemento propulsor de una nueva ocupación, de un nuevo trabajo y del cambio de
la cualidad del trabajo ya existente— el incremento de la distancia entre quien sabe y quien no sabe?
El desarrollo de un tercer sector en la economía,
ligado a un crecimiento de las necesidades de servicios en la empresa, a las
personas y a una demanda de personalización de las prestaciones sanitarias y
asistenciales, que surge de la crisis del viejo Estado social de tipo
“asegurador”, puede desarrollarse en dos tipos de actividades empresariales y
dos tipos de “mercado social” entre ellos radicalmente alternativos. Esperar, también aquí, en la autorregulación del mercado como
solución óptima –al menos, desde el punto de vista de la eficiencia-- puede ser, económicamente hablando, una
opción miope y devastador en sus implicaciones sociales.
La expansión de una economía de servicios puede
convertirse, de hecho, en un almacén de una nueva generación de trabajos
altamente profesionalizados y “multidisciplinares”, injertando un salto de cualidad en el aumento
de la eficiencia de las prestaciones y en la progresiva reducción de los costes
en el tercer sector; o, por el contrario, puede convertirse, siguiendo la
evolución “espontánea” de la oferta, como ocurre en los Estados Unidos, en el
guetto de los poor workers que
desarrollan su actividad con bajas cualificaciones y baja productividad, y un
“mercado social” que sobrevive en la sobreabundancia de servicios de poca
eficiencia y altos costes. Para marcar la diferencia estará la capacidad de la
colectividad, del Estado descentralizado y las comunidades, un sistema de
enseñanza basado en la autonomía y libertad de iniciativa y un sistema
formativo a lo largo y ancho del territorio y en los centros de trabajo,
poniendo en marcha una auténtica revolución cultural que asuma la formación
permanente, la promoción de nuevas redes de comunicación como los recursos
principales para poner a disposición de lo que puede convertirse en el factor
decisivo de una competición no destructiva a escala mundial y también de las
sociedades democráticas: el trabajo que piensa y sabe ser creativo.
En el tipo de promoción que afirmará la naturaleza y
cualidad de la ocupación en el “tercer sector”; en la naturaleza de las reglas
y los vínculos transparentes que definirán las relaciones entre el Estado, las
comunidades locales, las empresas y las asociaciones; en la naturaleza de los
derechos que definirán el contenido del trabajo prestado y sus prerrogativas;
en el apoyo de la formación y recualificación permanente que debe asegurarse a los trabajadores y
trabajadoras, se decidirá gran parte de las articulaciones que se perfilan en
la sociedad civil. Hacia una modificación y una movilidad de las aptitudes
profesionales a partir de la difusión de una cultura de base general que puede
tener un papel de cohesión a escala nacional y mundial con su capacidad de
crear y recrear nuevas competencias ante las transformaciones del trabajo,
asegurando una, primera, una segunda, una tercera, una cuarta oportunidad de
aprendizaje y reconversión de los saberes; conjurando no sólo la paradoja de
los jóvenes, relegados a empleos precarios y descualificadas, sino también lo
que –con la ampliación de las expectativas de vida— consolida la tendencia del
mercado laboral de expulsar a los mayores de cuarenta años de las
cualificaciones medio-bajas o simplemente obsoletas. O hacia la ampliación del
abismo que ya tiende a dividir, en la relación entre gobernantes y gobernados,
a los que saben y los que no saben; a los que mandan porque saben y los que no
tienen, ni siquiera, los instrumentos culturales para comprender el significado
de aquello que se les ordena. Es una fosa que tenderá a separar los que
trabajan, incluso sesenta horas a la semana de aquellos que se verán expulsados
a los últimos peldaños de la escala social. Es la perspectiva de la sociedad de
los “cuatro quintos”, donde un solo quinto de la población puede detentar el
poder en la empresa y en el Estado porque tiene el monopolio del saber. Es este
tipo de sociedad –y no la eufemística de los “dos tercios”, todavía imaginada
en términos de pura distribución de la renta— la que constituye el inmenso
peligro que se cierne sobre las democracias modernas. Que hace del proceso de
exclusión de los instrumentos del conocimiento la fuerza de un grupo político
profesionalizado y de una élite de técnicos, separados y contrapuestos al resto
de la sociedad civil y a decenas de miles de nuevos analfabetos que viven en
las sociedades de la globalización.
En realidad, todos estos retornos a un terreno
meramente distributivo, asistencial y de resarcimiento de la cuestión del
trabajo se corresponden con una lectura totalmente miope de las transformaciones
en curso y de sus aspectos sociales más dinámicos.
De hecho, y sin tener en cuenta las probables
recaídas, incluso en términos de empleo, de una tercera generación de los
productos y los procesos de la revolución de la informática, parece destinada a
suscitar como cualquier oleada de esta innovación que la precedido, es un hecho
que ya, en la fase actual, con la
tendencia a la mundialización de los mercados, la demanda de trabajo continúa
creciendo: millones y millones de hombres y mujeres entran en la sociedad del
trabajo.
Crece el empleo a escala mundial. Cierto, en formas
nuevas y cada vez más articuladas. Donde se entrelazan procesos de expansión
del trabajo precario, sin reglas, ni libertades con la atenuación de las
fronteras las separaban entre sí –en la realidad, los conceptos y en las mismas
instituciones de la sociedad civil-- el trabajo asalariado y subordinado, el
trabajo más o menos autónomo pero siempre heterodigido, el trabajo dependiente
pero elegido, las formas embrionarias de autogobierno del trabajo dependiente
(sobre todo en las tareas más cualificadas), las actividades, las acciones
voluntarias y los intercambios (doni)*
que se expanden dentro de los, todavía codificados, espacios de las nebulosas
categorías del “no trabajo” o del “tiempo de vida”.
Por otra parte, la carrera de los mercados
construidos sobre la incentivación hacia abajo de las diferencias salariales en
los países industrializados no coincide ya con los vastos movimientos
migratorios de las personas a la búsqueda de cualquier empleo. Y es sobre todo
el caso de empresas que intentan, en las bolsas de los salarios más bajos en
las áreas subdesarrolladas, una vía de salida a una competencia cada vez más
difícil en los sectores de tecnología madura y alta intensidad de trabajo no
cualificado. Mientras, en una dirección opuesta, continúa el flujo migratorio
de personas del Sur y del Este en pos de una ocupación en los países
industrializados con los niveles más altos de retribución.
Pero, sobre todo, estos procesos de gran alcance
están, de cualquier manera, influenciados (y, en cierto modo, desautorizados)
por dos grandes cambios que intervienen en la competencia internacional entre
empresas y naciones, especialmente por las características de la tercera
revolución industrial in progress de la informática y las comunicaciones.
Por un lado, con la mayor rapidez de la movilidad de
los capitales, las estructuras de propiedad, las tecnologías y el know how, la nueva frontera, el banco de prueba de la
competencia entre empresas, segmentos de empresas y sistemas es, de manera
creciente, la organización del trabajo, los saberes y las informaciones. Y por
primera vez, desde hace dos siglos, esta organización y coordinación de los
saberes tiene a ser funcional, incluso en el momento de la ejecución de un
trabajo, en la creación de espacios de decisión “creadora”, de problems solving, comportando una creciente dislocación de los
procesos de decisión en el puesto de trabajo. Al mismo tiempo, las
transformaciones del trabajo (subordinado y heterodirigido), tras la fase de
máxima expansión del taylorismo, vuelve a ser inseparable de la posibilidad de
reducir y articular los tiempos de trabajo. Así como es inseparable de la
creación de nuevas oportunidades de empleo, trabajo y actividad.
Por otro lado, la exigencia de conseguir una
organización coordinada de los saberes, basada en espacios descentralizados y
horizontales de decisión creadora (y nunca piramidales) tiende a desestabilizar
–ante todo, en la empresa-- las
estructuras jerárquicas existentes; y reclama, paradójicamente, una
intervención autoritaria de los procesos de decisión o (aunque no será un
proceso espontáneo) la valoración del trabajo, expresado a través de nuevos
tipos de competencias “horizontales” y de profesionalidades pluridisciplinares,
no sólo en términos de renta y estatus sino, sobre todo, de derechos,
prerrogativas y poderes. Todo ello hasta
volver a cuestionar radicalmente los modelos tayloristas de segmentación del
trabajo, no sólo de las tareas de ejecución sino también, y en primer lugar, en
los sistemas manageriales. La riqueza relativamente estable (o menos móvil) que
todavía puede definir la capacidad competitiva de una empresa, un territorio, o
una nación vuelve a ser, en última instancia, el trabajo inteligente e
informado, capaz de “resolver los problemas” y de innovar, dotado siempre de
nuevos espacios de discrecionalidad decisional.
Valorar estos recursos e invertir en el factor
humano constituye el verdadero desafío que debe encarar una política económica
orientada al pleno empleo. La separación, practicada en el pasado por las
políticas de empleo, de investigación y de innovación, tecnológica y
organizativa, por las políticas de formación básica y de reciclaje de las
competencias profesionales, basadas en la construcción de nuevas relaciones
entre la enseñanza y la empresa, llevarían al fracaso todo intento de construir
en Europa una política social que acepte el desafío de una competición que no
conozca fronteras.
El Libro Blanco de Jacques Delors no proponía el retorno a una
tradicional política de obras públicas, a los trabajos “socialmente útiles” o a
los filones de trabajo de Louis
Blanc.
Su propuesta era la unificación estructural de las sociedades europeas,
salvaguardando todas las articulaciones territoriales, bajo el manto de de la
investigación, la formación y las tecnologías avanzadas, los transportes,
las telecomunicaciones y las “autopistas de la información”, que permitían a
todas las formas más cualificadas del trabajo humano construir nuevas
sinergias, nuevos canales de comunicación e intercambio, y –a partir de
ahí-- crear nuevos empleos para dar un
impulso a la demanda de trabajo en Europa y en el mundo.
Pero un desafío de esta
naturaleza puede alcanzarse solamente si se consigue acompañar esta sinergia de
las políticas de innovación en un contexto de creciente movilidad y
flexibilidad de las prestaciones, liberándola de los vínculos opresivos que las
jerarquías tayloristas impusieron al viejo trabajo abstracto.
Es en razón de tales
transformaciones del trabajo, que nacen en primer lugar en las empresas y
actúan de manera salvaje sobre los mercados laborales, en el vacío que se ha
creado con la crisis de la vieja legislación social y de las tutelas
contractuales (en ausencia de un proyecto alternativo de la izquierda) como se
van determinando nuevas articulaciones de las relaciones de trabajo con el
surgimiento de nuevas figuras jurídicas y sociales que atraviesan las viejas
categorías del empleo (para toda la vida) y del desempleo (como puro ejército
de reserva). Muchos de estos procesos ven también entretejerse entre ellos
nuevas orientaciones selectivas de la demanda del trabajo, dictadas
parcialmente por unos vínculos impuestos por las tecnologías de la información
y nuevas características de la oferta de trabajo, impuestas por la evolución y
los cambios en la cultura, las costumbres y en las diversas subjetividades que
se expresan en los mercados laborales, y en una iniciativa de las empresas
orientada a reconstruir sobre los escombros del tradicional contrato de trabajo
por tiempo indeterminado una relación personal
de dominio sobre el trabajador. Mientras
la impotencia de los movimientos reformadores y de los sindicatos se expresa
nítidamente en una legislación social, que podríamos definir de “desregulación
asistida”. Es decir, substancialmente, mediante la acumulación de excepciones a
la regla que, en realidad, no tiene ya ninguna validez universal. Sin que transpiren las líneas de una reforma
general de las relaciones de trabajo, del contrato de trabajo y de una
redefinición de los derechos personales del trabajador en una empresa y en un
mercado orientados al uso flexible de la fuerza de trabajo.
La difusión de los llamados
contratos atípicos, que realmente definen una nueva tipología del mercado
laboral, las formas de trabajo temporal y por tiempo determinado, del trabajo ocasional o de temporada --con
horario y salario reducido--, el trabajo jurídicamente autónomo, pero
jerárquica o económicamente heterodirigido, el trabajo voluntario, total o
parcialmente, tienen además el efecto de modificar profundamente –en términos
de renta y, sobre todo, de derechos y autonomía-- las tradicionales categorías de la política
social sobre las que se apoyaban, cansinamente, los parámetros de la
representación y las alianzas de los movimientos reformadores: la clase obrera,
las capas medias y el sistema de empresa. Y mientras, los límites entre trabajo
autónomo y trabajo subordinado tienden a modificarse y articularse, en el
interior de estas categorías, si se continúa recurriendo a viejos parámetros
como la renta, que ya no es reconducible un criterio homogéneo (¿qué renta: la
declarada, la percibida, la del patrimonio?) para recomponer una unidad
ficticia entre los grandes agregados sociales, acaba oscureciendo los nuevos
factores que, cada vez más, diversifican dichos agregados sociales, entonces el
riesgo manifiesto es que se traduce en un cada vez más difícil compromiso
distributivo entre estas categorías omnicomprensivas, abriendo el camino a una
guerra entre las corporaciones más fuertes de estos estratos sociales, cada vez
más divididos en su interior.
¿Qué son hoy las capas medias,
más allá de una cierta conciencia de estatus heredada del pasado? ¿Y en qué
medida las diferencias que las atraviesan --en términos de derechos, poderes,
acceso a los servicios colectivos fundamentales, de formación e información-- permiten todavía adoptar una política
económica y social que se dirija indistintamente a un obrero con tres
millones de liras al mes, a un orfebre artesano, a un empresario medio, a un
pequeño empresario y no dispone de autonomía financiera, a un técnico, un
investigador o un profesor?
He ahí la razón por las
cuales entra en crisis un compromiso social sobre el que se había erigido la
convivencia social y el desarrollo económico de los más importantes del siglo
XX. Y esa es la razón de que la vieja lógica del resarcimiento de la izquierda
–la del intercambio de derechos con las políticas distributivas— esté llamada a
entrar en un conflicto cada vez mayor con la implosión de los viejos
contenedores sociales y la rampante crisis de solidaridad que ella alimenta.
Más bien, a la luz de estas transformaciones, ni siquiera la última versión de
esta tradición meramente distributiva y de resarcimiento de la izquierda –la
que teoriza la solidaridad de los “dos tercios” fuertes con el “tercio” pobre y
débil de la sociedad civil-- está
llamada a tener un estrecho margen con respecto a las nuevas ideologías
darwinianas de la selección de los “más capaces” que asume como dogma la
mundialización salvage de los mercados.
El compromiso distributivo
–bloqueado entre la defensa de un Estado social, a menudo caracterizado por el
asistencialismo, el clientelismo y, en todo caso, por crecientes desigualdades
con la tentación de comprar los intereses (diversificados, pero asumidos como
un conjunto indiferenciado) de las diversas categorías sociales intermedias,
mediante el laxismo fiscal-- está
llegando en los países occidentales a un punto límite. Con ello se corre el
peligro de que caiga en picado toda
forma de solidaridad transparente a la hora de contrastar los procesos de
empobrecimiento y exclusión de nuevas categorías de ciudadanos. Así mismo, se
corre el peligro de ver amenazada toda forma de consenso ya sea con el Estado
social y sus mecanismos redistributivos, cada vez más indescifrables, y las crecientes desigualdades que dañan a los
más débiles y discriminados, o ya sea en torno al sistema fiscal, visto como
opresivo. Sobre todo en la medida en que emergen sus injusticias y la ausencia
de una relación transparente con una creciente calidad de los servicios
distribuidos a la comunidad y a las personas de carne y hueso.
De esta crisis de consenso
difícilmente se sale de manera indolora. O su salida es el ataque
indiscriminado al Estado social con la reducción, también indiscriminada de sus
prestaciones y la selección autoritaria de las demandas sociales para responder
a una complejidad creciente –como sostenía la Trilateral — hace ya
algunos años o se cambian radicalmente los parámetros del consenso y de la
intervención de la colectividad. No sólo el mercado laboral, sino también el derecho
del trabajo tienen que basarse en nuevas reglas y en la afirmación de nuevos
derechos.
La ficción que regía el
viejo contrato de trabajo, en la que el trabajo figuraba como mercancía (el trabajo abstracto cuando
era intercambiado por un salario, reapareciendo como trabajador en el momento
en que el uso de la “mercancía” presuponía una relación de subordinación
absoluta de la persona –a una mercancía no se le manda-- a los valores del “dador de trabajo”) es
insostenible para la empresa y para el trabajador. Es entonces cuando viene a
menos el otro compromiso que hacía aceptable esta ficción; es decir, la
relativa seguridad de la duración de
la relación del empleo, la relativa estabilidad
de la ocupación, salvo situaciones imprevisibles y, en cuanto tales, extrañas a
la naturaleza específica de la relación de trabajo. La creciente precarización
del empleo, la flexibilidad de las prestaciones y la movilidad del trabajo se
convierten, cada vez más, en aspectos fisiológicos, intrínsecos a la actual relación
de trabajo (como intrínseca lo es también a esta relación la creciente demanda
de la empresa a la persona que trabaja de observar una relación de “fidelidad”
y de colaborar “atenta y responsablemente”. Todo ello cuestiona la naturaleza
del contrato de trabajo. A menos que se le quiera sustituir con una jungla de
contrataciones individuales donde regirá la ley del más fuerte, dada la escasez
del trabajo altamente cualificado o con el retorno de las formas más arcaicas
de autoritarismo en los centros de trabajo.
Pero ¿qué contrato para el
trabajo subordinado, parasubordinado,
independientemente de sus articulaciones jurídicas (a menudo instrumentales en
razón de las características retributivas o fiscales o normativas que van más
allá del intercambio entre el trabajador y la empresa) si no es, ante todo,
sobre la base de una codeterminación del objeto de la prestación, del objeto del trabajo y de sus modalidades,
de la duración de la prestación, de las aptitudes necesarias para conseguir su
realización, los espacios de autonomía que corresponden al dador de trabajo y
al prestador de trabajo?; y, en segundo lugar, ¿qué contrato de trabajo con la
reglamentación y la financiación, concurriendo a ello el empresario, la
colectividad y el trabajador, de un sistema de formación y reciclaje continuo
que permita apoyar la permanencia y la flexibilidad de la ocupación con una
movilidad profesional del trabajador, asegurando así su futura “empleabilidad”?
Permanecer en la defensa de
las viejas reglas que normaban la prestación del trabajo abstracto de matriz
fordista –en una época dominada por una extrema movilidad física y profesional
del trabajo concreto, bajo el impulso de incesantes innovaciones tecnológicas y
organizativas-- puede llevar
paradójicamente a ciertos “huérfanos del fordismo” (que siguen siendo
numerosos, incluso en las filas del sindicato y en la izquierda) a allanar el
camino a nuevas formas de autoritarismo en la empresa más moderna o al
repliegue hacia la defensa corporativa de las minorías fuertes que buscan en el
mercado de trabajo contraponerse a la gran mayoría de los ocupados y los
parados para defender sus privilegios, sabiendo conscientemente que será imposible su extensión a toda la colectividad.
De la misma manera, el
Estado social construido sobre el modelo fordista de trabajo abstracto y de
carácter “asegurador”, que presuponía una contribución igual de todos los
trabajadores (un objetivo, por otra parte, raramente conseguido) en el
presupuesto de una absoluta igualdad de los “contribuyentes” respecto a los
riesgos del desempleo, la enfermedad, los accidentes laborales, la exclusión
del acceso a la formación, la vejez en condiciones de pobreza o los accidentes
mortales en el trabajo, ante las grandes transformaciones del mercado laboral,
se está convirtiendo en el resurgir de nuevas desigualdades que comprometen la
cohesión del mundo del trabajo en la defensa de los principios de la
solidaridad que constituyen la legitimidad del Estado social.
Con la flexibilidad y las
crecientes articulaciones profesionales del trabajo; con la discontinuidad de
las formas de empleo, sobre todo de las menos cualificadas; con el reparto
desigual de los trabajos agotadores, nocivos, estresantes en los diversos
sectores de la actividad; con los tremendos efectos producidos algunas veces en
el trabajo por las diversas oportunidades de acceso a la enseñanza y al
reciclaje profesional… a contribuciones teóricamente iguales se corresponden,
cada vez más, prestaciones desiguales, sobre todo, dada la diversidad de
riesgos, cada vez más diferentes –que acabarán siendo certezas-- por los diversos, cada vez más diversos,
sujetos del mercado de trabajo.
Por estas razones, un Estado
social que, de Estado asegurador o asistencial se transforme en una sociedad efectivamente
solidaria, debe poder contraponerse a un sistema asegurador (financiado con las
contribuciones de cada cual sobre la base de parámetros referidos a la cantidad
de trabajo efectivamente prestado y retribuido) que podrá ser uno de los
pilares de la protección social, un sistema de intervención solidaria de la
colectividad, capaz de tutelar a las personas (no a las categorías y las
corporaciones) contra la desigualdades de oportunidad que surgen a lo largo de
la vida laboral (las actividades agotadoras, los periodos de desempleo
involuntario, la exclusión de los procesos formativos) e incentivar su
reinserción en el marcado laboral con un bagaje cada vez más puesto al día de
conocimientos y aptitudes.
Una participación solidaria
de toda la colectividad en la financiación de un Estado social que garantice a
todos los ciudadanos una efectiva igualdad ante la formación, el empleo, la
defensa de la salud, la vejez es, en este sentido, una opción ineluctable. Ello
podría traducirse en una retirada de todas las rentas –incluidas las
pensiones-- en razón del diverso grado
de autosuficiencia de los ciudadanos, y corresponder a una disminución de la
contribución social a cargo de las empresas y, así las cosas, a una reducción
gradual de coste global del trabajo.
La idea, que no parece haber
desaparecido en las culturas asistenciales de la izquierda de generalizar la
adopción del principio asegurador, extendiendo la aplicación incluso de las
formas de apoyo a las rentas de los trabajadores momentáneamente desempleados,
cuando las transformaciones del trabajo echan luz sobre su crisis irreversible
sería un presagio de nuevas, y a la larga ingobernables, desigualdades y nuevas
rupturas de la convivencia civil.
Un Estado social que vuelva
a encontrar, en términos profundamente diversos a los modelos de la segunda
posguerra, su propio papel de motor del pleno empleo y de las transformaciones
del trabajo, basando su intervención en la promoción de servicios
descentralizados y cada vez más autogestionados, orientado a gestionar
progresivamente el ejercicio de algunos derechos fundamentales –por ejemplo, el
de la autorrealización, mediante un trabajo o una actividad en todas las fases
de la vida y como el librarse de todos los handicaps fisicos, culturales y profesionales
que obstaculizan la consecución de un trabajo o una actividad, cada vez más
libremente elegida y determinada-- podría construir, a partir de estos nuevos
derechos de ciudadanía, un compromiso y un pacto entre ciudadanos, centrado en
la conquista de una mayor libertad en el
trabajo.
Sin embargo, recorrer un
camino de este tipo e intentar reconciliar sobre estas bases el momento del
conflicto con el momento del proyecto, superando la esquizofrenia, que siempre
caracterizó a la izquierda cuando pasa de la “resistencia” a la
“gobernabilidad”, no puede ser una operación de cosmética o una pura y simple
puesta al día de los parámetros de comportamiento.
De poco sirven –cuando no
inducen a un oscurecimiento de los problemas reales a resolver— las diatribas
sobre el carácter formal, más o menos angosto, de ciertas políticas de alianzas
(sociales o políticas) o sobre la emancipación, mayor o menor de una fuerza de
izquierda del viejo pecado de la ilusión sobre la reformabilidad del modelo soviético que parecen monopolizar
la reflexión crítica derivada del colapso progresivo de los sistemas
totalitarios del socialismo real y la crisis del estatalismo. De poco sirven,
si no inducen a volver a la encrucijada del que partieron dos concepciones
alternativas entre ellas del papel emancipador de las fuerzas reformadoras; dos
modos de entender el valor de los derechos formales y los recursos para su
ejercicio; dos modos de entender la liberación de los trabajadores de la
explotación y la opresión; dos modos de entender la democracia. De poco sirven,
si no obligan a ajustar cuentas con la gran cuestión de las diversas ideologías
“triunfadoras” de la izquierda en el curso del siglo XX: el de la libertad
posible en la polis donde se
desarrolla, autónomamente o con la coordinación y la dirección de otros, un
trabajo o una actividad, la puesta en marcha de un proyecto personal donde cada
cual está puesto a prueba.
Si estas observaciones, deliberadamente
unilaterales, tienen aunque sea parcial un fundamento, entonces la otra gran
cuestión (la reunificación gradual del saber y el trabajo; la recomposición en
términos individuales y colectivos del trabajo parcelado y fragmentado; la
liberación de las potencialidades creativas del trabajo subordinado o heterodirigido;
la superación de las barreras que todavía dividen el trabajo de la obra y la
actividad; la cooperación conflictiva de los trabajadores en el gobierno de la
empresa, partiendo de la conquista de nuevos espacios de autogobierno del
trabajo) deja de ser un tema periférico de la política y un terreno a
experimentar para la ampliación de nuevos derechos sociales. Y vuelve a ser una
cuestión crucial de la democracia política y repropone la exigencia de basar
toda la reelaboración de los modos de funcionamiento y legitimación de los
Estados modernos bajo una auténtica reforma institucional de la sociedad civil
inferida por una nueva definición de los derechos de ciudadanía.
Sólo si madura dicha
consciencia en las fuerzas de izquierda reformadora será posible evitar que la
crisis del fordismo y la más larga y tormentosa del taylorismo se traduzcan en
una segunda revolución pasiva, hegemonizada por unas tentativas erráticas de
los diversos capitalismos de buscar nuevas vías. Y las nuevas fronteras a
experimentar en la organización del trabajo y los saberes podrán coincidir,
cada vez más, con las nuevas fronteras de la libertad.
* Nota del traductor. I doni. Lo he traducido por ´intercambios´, porque me
parece más atinado que ´donaciones¨. Se
entiende por ´dono´ --y más concretamente, por economia del dono--, acuñada por
el sociólogo francés Marcel Mauss, el sistema en el que las prestaciones
ofrecidas por las gentes, entre sí, no se miden en cantidades equivalentes en
relación a las prestaciones restituidas, indicando sobre todo la relevancia del
ligamen entre “quien da” y “quien recibe”. Por otra parte el tiempo asume unas características particulares en la “economia
del dono”, pues lo que se valora en el intercambio es la relación entre las
personas o grupos. Se trata de una cosa muy relacionada con el “banco del
tiempo” que en algunas ciudades cuenta con algunas experiencias.
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